El primer discurso de Claudia Sheinbaum Pardo estuvo lleno de paradojas. Me concentro en una que me parece crucial. Al principio, fue enfática al asegurar que en su gobierno habría seguridad jurídica. “Lo digo con toda claridad: tengan la certeza de que las inversiones de accionistas nacionales y extranjeros estarán seguras en nuestro país”, sentenció. Hasta ese punto, la presidenta buscaba enviar un mensaje de tranquilidad.

Sin embargo, minutos después, defendió con firmeza la reforma judicial impulsada por el expresidente López Obrador. Su defensa fue clara y sin titubeos: “Estoy segura de que, en unos años, todas y todos estaremos convencidos de que esta reforma es lo mejor”. El pequeño gran detalle es que esta reforma, como se ha repetido una y otra vez, apunta en dirección contraria: hacia la arbitrariedad, la incertidumbre y la erosión del Estado de derecho.

Aquí radica la paradoja fundamental de la política jurídica que esbozó la presidenta Sheinbaum: por un lado, promete certeza y estabilidad para atraer inversiones; por el otro, respalda una reforma que socava los cimientos más esenciales de la seguridad jurídica. Esta contradicción no es menor y su impacto en su proyecto sexenal podría ser devastador. Las intenciones tranquilizadoras de la presidenta son como un susurro en medio de una tormenta; retórica incapaz de acallar una realidad que retumba con creciente inquietud entre los más variados actores.

Sheinbaum afirmó, por ejemplo, que la reforma judicial “significa más autonomía e independencia”. Pero, en realidad, esta modificación podría subordinar a la judicatura a los más variados intereses. Es una reforma que llega al absurdo de prohibir tanto el financiamiento público como el privado para las campañas judiciales, ignorando que para que haya elecciones, se necesitan campañas, y para que haya campañas, se necesita dinero —legal o ilegal—. Al prohibir el financiamiento lícito, la reforma podría generar un mercado negro donde cualquier interés, legítimo o ilegítimo, participará en la subasta de los jueces.

Luego afirmó que “si el objetivo hubiera sido que la presidenta controlara la Suprema Corte, habríamos hecho una reforma al estilo Zedillo”. Aquí hay que concederle algo de razón: la reforma de 1994, aunque tuvo enormes virtudes, también otorgó a la presidencia un poder desmedido en la designación de ministras y ministros. Sin embargo, la reforma judicial de López Obrador es aún peor: Morena y sus aliados no solo podrían controlar a la Corte, sino también a juezas, jueces, magistradas y magistrados del poder judicial federal y de los 32 poderes judiciales locales. No es ninguna casualidad que el mecanismo que estableció el oficialismo permite que órganos controlados por Morena y sus aliados propongan a la mayoría de las candidaturas para cargos judiciales.

Finalmente, Sheinbaum declaró que “queremos que se termine la corrupción en el Poder Judicial”. Pero el método aprobado por el Congreso no servirá para lograrlo. Si las elecciones curaran la corrupción, no habría rastro de ella en ayuntamientos, congresos y gubernaturas. No habría ni Casa Blanca, ni Segalmex, ni Odebrecht, ni Estafa Maestra.

Por eso hay que decirlo con toda claridad: el único contrapeso que ninguna mayoría política puede burlar es la realidad. Hoy los límites institucionales están gravemente debilitados. Los controles legislativos prácticamente han desaparecido, gracias al fraude de la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y a la bochornosa combinación de chapulineo y posibles extorsiones que otorgaron al oficialismo la mayoría calificada en el Senado.

Subsisten, a pesar de todo, algunos contrapesos judiciales y los de los órganos con autonomía constitucional. El panorama no es halagador, pero aún está por verse el desenlace del alud de impugnaciones contra la reforma judicial y el destino de la iniciativa que busca desaparecer a la mayoría de las autonomías.

Pero, incluso si las impugnaciones no prosperan y la reforma contra las autonomías se aprueba, la realidad será el límite inevitable. No se puede prometer Estado de derecho mientras se abre la puerta a la restauración del hiperpresidencialismo; no se puede ofrecer certeza a los inversionistas mientras se llena el sistema judicial de jueces incompetentes y politizados.

En los próximos días, la presidenta Sheinbaum se enfrentará a una encrucijada ineludible: deberá decidir si sacrifica su proyecto de gobierno por insistir en la agenda de la destrucción institucional. La buena noticia es que tendrá márgenes de maniobra: acatar las resoluciones judiciales, ajustar las iniciativas heredadas de López Obrador o, al menos, frenar los peores efectos de las reformas ya aprobadas a través de leyes secundarias. Pero decida lo que decida, los pretextos han quedado atrás. Cada decisión será suya y construirá así la viabilidad de su proyecto o la ruina de la prosperidad compartida.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. X: .

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