Incertidumbre es la palabra que mejor describe la reforma judicial. Nadie sabe exactamente cómo se implementará, cuánto costará, ni cuál será la magnitud del daño que generará a nuestra frágil democracia constitucional. Sin embargo, en medio de esta densa niebla, un hecho se asoma con nitidez: seremos testigos de un genuino diluvio de amparos, controversias y acciones en contra de esta reforma.

En este escenario, surge una pregunta inevitable: ¿es posible impugnar una reforma constitucional? Las respuestas han sido tan diversas como polémicas. Por un lado, hay quien sostiene que esta posibilidad es perfectamente viable; por el otro, hay quienes lo descartan de plano. Y, en este debate, no han faltado voces improvisadas que, con una ligereza tan engreída como desinformada, afirman que una acción así es lógicamente imposible.

La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. El control judicial sobre normas y reformas constitucionales ha sido, desde siempre, uno de los grandes debates del constitucionalismo. Cualquiera que se informe con el mínimo rigor descubrirá que existen múltiples posturas que resultan defendibles tanto en la teoría como en la práctica. No pretendo, por tanto, ofrecer aquí respuestas definitivas ni exhaustivas. Mi objetivo es simplemente esbozar una de las rutas más viables y uno de los argumentos más directos para controvertir la reforma judicial. Se trata, para decirlo pronto, de una ruta minimalista.

Empecemos por la ruta. Quizá la vía más expedita para impugnar la reforma judicial es a través de las acciones de inconstitucionalidad que los partidos políticos podrían interponer. El artículo 105 de la Constitución señala que la Suprema Corte puede conocer de “las acciones de inconstitucionalidad que tengan por objeto plantear la posible contradicción entre una norma de carácter general y esta Constitución” (énfasis añadido). Además, el mismo artículo permite que los partidos políticos presenten este tipo de acciones en contra de normas electorales, ya sean federales o locales.

Por supuesto, para que una acción así tenga éxito, una mayoría de ministras y ministros debería estar de acuerdo con algunas premisas mínimas. Por una parte, deberían reconocer que una reforma constitucional es, en efecto, una “norma de carácter general” en el contexto del artículo 105 constitucional. Por la otra, tendrían que aceptar una cuestión difícil de ignorar: la reforma constitucional ha incorporado a la arena electoral la decisión sobre quiénes ocuparán prácticamente todos los cargos judiciales del país. A partir de la reforma, las designaciones judiciales se han transformado en elecciones judiciales.

Paso ahora al argumento. Aunque se podrían enumerar decenas de razones válidas para controvertir una reforma judicial tan devastadora, una destaca por el hecho de que podría generar la invalidez de toda la reforma. Desde hace casi dos décadas, la Suprema Corte ha establecido que, en una democracia representativa (como lo es la mexicana por mandato del artículo 40 constitucional), el proceso legislativo debe cumplir con ciertos estándares mínimos, entre los cuales se encuentra la participación de las y los legisladores “en condiciones de libertad e igualdad” (acción de inconstitucionalidad 9/2005). Estos estándares garantizan la calidad de la deliberación democrática y su incumplimiento puede, de acuerdo con la misma Corte, generar la invalidez total de una reforma.

¿Alguien podría afirmar, sin morderse la lengua, que el lamentable circo de amenazas, chantajes y posibles extorsiones que rodeó la aprobación de la reforma judicial garantizó condiciones de igualdad y libertad para los senadores Miguel Ángel Yunes y Daniel Barreda? ¿Alguien podría, con seriedad, negar que sin esos votos decisivos no se hubiese alcanzado la mayoría calificada? Y ni hablar de las demás irregularidades que han brotado como hongos en el debate público: la falta de dictaminación de la iniciativa en esta legislatura, el súbito cambio de sede legislativa, la posible votación de personas diferentes a las y los legisladores, la aprobación exprés y sin respeto a las normas locales en los congresos de las entidades federativas, y un largo y preocupante etcétera.

Es muy probable que, en las próximas semanas, la Suprema Corte enfrente la histórica oportunidad de invalidar la reforma más regresiva que ha conocido nuestra democracia. Y aunque la decisión estará rodeada de enormes dilemas jurídicos y políticos, las ministras y ministros deben recordar que no están solos en esta encrucijada. La experiencia comparada nos enseña que tribunales y cortes supremas de otras naciones han asumido el control de reformas constitucionales precisamente en momentos de crisis, cuando los cimientos de la democracia tambalean. Solo el tiempo dirá si nuestro poder judicial está a la altura de lo que la lógica de los pesos y contra pesos demanda: salvarse a sí mismo.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. X: .

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