Ahora que han iniciado las precampañas para la elección presidencial del año próximo en México, pareciera que lo único que está en juego es el Poder Ejecutivo Federal, olvidando que serán más de 20 mil cargos, a nivel federal, estatal y municipal los que estarán en disputa. Llevamos décadas de una cultura presidencialista, donde pareciera que no se mueve la hoja de un árbol sin que pase por el escritorio del primer mandatario de la nación. Desde 1997 que el PRI perdió la mayoría simple en la Cámara de Diputados, todos los presidentes se vieron obligados a dialogar, negociar y, en suma, hacer política. Para eso es la división de poderes y, también, por ello nacieron otros contrapesos como los órganos constitucionales autónomos. En 2018, con la llegada de López Obrador, las cosas cambiaron. Se concentraron dos poderes en uno y, de paso, aprovecharon para golpear al tercero de ellos (el Judicial), y hostigar y asfixiar al árbitro electoral y al instituto garante de la transparencia, entre otras calamidades. Buena parte de la sociedad espera que los partidos políticos del Frente Amplio por México solo acompañen y vitoreen a su precandidata presidencial, sin reparar en que, lo peor que nos puede suceder es que se repita el modelo actual. Basta con la mayoría absoluta de diputados (la mitad más uno) para aprobar el presupuesto de egresos de la federación. Ahí es donde desemboca toda política pública. Ahí está también el control de la Auditoría Superior de la Federación; la ratificación del secretario y demás empleados superiores de Hacienda; el desafuero de servidores públicos; la revisión de la cuenta pública del año anterior, entre otros. Al Senado le corresponde aprobar los tratados internacionales que suscriba el Ejecutivo; ratificar los nombramientos que haga de los secretarios de Estado en caso de un gobierno de coalición; la desaparición de poderes de una entidad federativa; designar a los ministros de la Corte; aprobar la estrategia nacional de seguridad pública; nombrar a los comisionados del organismo garante de la transparencia y nombrar al Fiscal General de la República. A ambas cámaras les toca aprobar la Ley de Ingresos y, por ende, la deuda pública. No quiero pensar qué ocurriría si, no contentos con perder la mayoría simple de ambas cámaras del Congreso, se perdiese la mayoría calificada de dos terceras partes, necesaria para realizar reformas y adiciones a la Constitución. Literalmente, lo que está en juego es la democracia, la república y nuestras libertades. Es entendible, pues, que los partidos concentren buena parte de su trabajo, atención y decisión en elegir a los cuadros más competitivos para rescatar el Congreso de la Unión. No hacerlo, sería contribuir a la demolición de México.

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