En su libro How democracies die, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, nos muestran cómo es que se configuran las dictaduras modernas. No es necesario recurrir a la violencia, al golpe de Estado, ni nada parecido. Acceden al poder por el voto popular, con las autoridades electorales legal y legítimamente instauradas, con base en la legislación vigente y prometiendo cumplir y hacer cumplir la Constitución. Una vez en el poder, comienza la destrucción de la vida institucional. La historia se repite una y otra vez.

Es una ruta bien trazada. En nombre de la democracia, la legalidad y los más altos valores de la sociedad, y utilizando el herramental que les brinda el orden jurídico e institucional, los neodictadores van minando la autoridad y facultades de otros poderes y de todo aquello que les resulte incómodo para sus personales fines. En efecto. Desde la oposición, todo lo critican y ofrecen fórmulas mágicas, fácilmente digeribles, por un pueblo ávido de respuestas a sus muy justificadas demandas. A veces puede más el hartazgo que la razón. Siembran esperanzas en terreno fértil. El peligro y la catástrofe viene después. En nombre del pueblo, engañan al pueblo. Toman decisiones con más carga política que ética. Y, poco a poco, van ganando terreno en otros ámbitos que, otrora, le eran ajenos. Así, desvanecen las atribuciones del poder legislativo y del tribunal constitucional. Se hacen de la mayoría parlamentaria por la buena o por la mala. Cooptan, corrompen o amenazan con tal de tener ese cúmulo de votos. La rendición de cuentas pasa a segundo plano. Maniobran para hacer suyo el tribunal constitucional. Se trata de tener un aval permanente a sus arbitrarias decisiones. Los órganos autónomos les resultan por demás incómodos. Los fustigan, descalifican a sus integrantes y los acribillan mediáticamente. Es su captura, colonización o destrucción. La libertad de expresión es una bandera discursiva pero amenazada cotidianamente. Con nombre y apellido, separan a “los que están conmigo o están en mi contra”. Polarizan a diario a sociedades de por sí lastimadas y desiguales. Echan mano de las fuerzas armadas para tareas que, de suyo, les son ajenas. Se trata de conquistar su lealtad, a cualquier precio. Se distancian de la iniciativa privada y los culpan de la debacle económica. Le echan al pueblo bueno encima. Poco a poco, terminan minando las clases medias para, así, tener una mayor clientela que coma de su mano. Esos apoyos se canjean, en su momento, por votos. Si un medio de comunicación osa cuestionar su actuación, proceden a la revocación de su concesión o a la asfixia de la comercialización de espacios. Y todo, todo lo hacen en nombre de la Constitución, del pueblo, de la democracia y de la soberanía. En el fondo, empero, se trata de lo contrario. Buscan eternizarse en el poder acumulando todo el poder. Su transfiguración pasa de un mandatario temporal a un iluminado redentor. Enarbolan su propia moral con letras de oro y por encima de la letra de la ley. De la mentira, hacen una fanática religión. La demagogia por encima de la razón. Ese es, justamente, el talante y el camino que ha tomado el presidente López Obrador. Su incompetencia e indolencia son infinitas. Él se sirve del poder mas no sirve con el poder. Hará lo que sea necesario para mantenerlo. Tiene una ruta bien trazada. Y, en su perverso camino, va destrozando nuestra vida democrática e institucional. En nosotros está impedir que acabe con todo.


Abogado

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