Las limitantes del uso del ingreso per cápita para evaluar el bienestar de la población son conocidas desde hace muchos años. La producción por habitante es un indicador conveniente, utilizado con frecuencia por su fácil estimación y, consecuentemente, por permitir un seguimiento sencillo de su evolución a través del tiempo. El problema es que si bien el ingreso es un componente importante del bienestar social, existen otros determinantes de este que no necesariamente se reflejan en la trayectoria del ingreso. Entre estos cabe señalar por ejemplo los servicios de educación y salud, la distribución del ingreso, la situación de seguridad, la estabilidad política, la sustentabilidad ambiental, la equidad de género, etc.
Como respuesta a lo anterior, se han observado a lo largo del tiempo numerosos intentos por diseñar indicadores alternativos más precisos del bienestar social. Uno de los más conocidos entre estos es el elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): el Índice de Desarrollo Humano (IDH).
Este índice, publicado desde 1990 por el PNUD, engloba en un solo indicador a tres objetivos fundamentales del desarrollo económico: salud, educación y estándar de vida. Con este fin, se combina información para la expectativa de vida, la escolaridad promedio y esperada, y el ingreso per cápita, aunque también se presentan mediciones alternativas que toman en consideración aspectos tales como la distribución del ingreso, la paridad de género, la pobreza y las presiones sobre el medio ambiente.
El IDH no ha estado exento de críticas. Estas han abarcado la calidad de su base estadística, los indicadores considerados, posibles correlaciones de estos y la especificación de la fórmula para estimar el índice, entre otras. El resultado es que no obstante los esfuerzos realizados para superar estas críticas, la búsqueda de indicadores más apropiados continúa. La realidad es que ante las discrepancias que se observan incluso al nivel de lo que debe considerarse como bienestar social, no va a ser fácil encontrar un indicador que esté exento de críticas. Mientras tanto, la utilidad del IDH como una alternativa del ingreso per cápita para tener una idea de dónde se ubica y cómo ha evolucionado a lo largo del tiempo el desarrollo económico de un país, es evidente.
El pasado 8 de septiembre el PNUD publicó sus más recientes estimaciones del IDH. Lo más relevante para nosotros: ¿cómo se ubica México? Desafortunadamente, la respuesta es muy mal, tanto respecto a su posición actual, como a la trayectoria observada en los últimos años.
Para empezar, nuestro país ocupa el lugar 86 de una muestra de 191 países para los que se presenta el cálculo. Esto nos ubica 44 lugares por debajo de Chile, 39 de Argentina, 28 de Costa Rica y 27 de Uruguay. Panamá, Cuba y Perú nos superan, y estamos prácticamente empatados con Brasil y Colombia (lugares 87 y 88, respectivamente).
¿Cómo ha evolucionado el indicador para nuestro país? La respuesta depende del periodo considerado. De 2018 a 2021, lo que se observa es una contracción de los niveles de bienestar en México. Obviamente, esto está estrechamente relacionado con los efectos de la pandemia. La crisis sanitaria incidió con fuerza tanto en el ingreso per cápita como en las expectativas de vida, y debe haber afectado también la escolaridad promedio y sus perspectivas.
Sin embargo, el problema es especialmente serio en el caso de México. Para empezar, entre las regiones de países emergentes y en desarrollo, América Latina es la que muestra el desempeño más pobre durante el periodo señalado. Y en México el desplome es peor que en el promedio de los países de nuestra región. En tanto que a nivel de América Latina el IDH se reduce en 1.6% de 2018 a 2021, la cifra correspondiente para nuestro país es de 2.4%. De las 6 principales economías de la región, la caída del Índice para México es la mayor.
El informe del PNUD presenta información sobre las tasas medias de crecimiento anual para el Índice a partir de 1990. Probablemente para malestar de algunos y beneplácito de otros, la expansión más rápida se observa en la década de los noventa.
Las autoridades han insistido en los últimos años que es importante buscar indicadores de bienestar alternativos a aquellos basados exclusivamente en el PIB y el tamaño de la población, que por cierto muestran un escenario lúgubre. Ya contamos con las cifras más recientes de uno de los más consultados. ¿Qué debemos hacer? ¿Simplemente descartarlos porque los resultados también son malos o resignarnos a aceptar que esta es la realidad y reflexionar sobre cómo corregir el rumbo?