Una historia reiterada sostiene que durante un viaje a México, André Breton comentó que México era “un país surrealista”. No creo que esa sentencia posible se haya convertido en una de las justificaciones a la que hayan recurrido viajeros, aventureros, emigrantes para reparar en México. Sin embargo, algo de la vida cotidiana de algunos creadores considerados “surrealistas” transcurrió, no siempre azarosamente, en México. Uno de ellos “era el frágil y simpático portero del sótano más famoso de la época: el Club Saint Germain”, en París, en los años 50, recuerda Pierre de Ligny Boudreau. “Para prepararse a enfrentar a los estrafalarios, me contó que se paraba camino al trabajo en cada café que se encontraba para tomar un calvados; una vez llegado a su puesto; sentado en un taburete, detrás del mostrador; los muchachos del club, a quienes caía bien, le servían toda la noche y no en pequeños vasos de bar sino en los llamados vasos de degustación […] Sin embargo, aunque bañado en vapores de Normandía, dibujaba cada noche para distraerse unos dibujos muy bellos con bolígrafo. Suerte de paisajes, escenarios lunares compuestos de una iconografía de signos y rayaduras matizadas, formando masas, a veces con juegos de planos y evanescentes lejanos”. Se trata de Alan Glass, procedente de Montreal, que en 1958 arriesgó su primera exposición individual en la galería Le Terrain Vague, en París, organizada por André Breton y Benjamin Péret, y del que póstumamente (murió el miércoles 18 de enero del año pasado), como lo informó oportunamente Christopher Cabello en EL UNIVERSAL, se exhibe algo de su obra en cuatro salas del segundo piso del Palacio de Bellas Artes.
En Zurcidos invisibles. Exposición de Alan Glass (2009), El gabinete surrealista de Alan Glass (2009) y Fascinación “Made in France” por Alan Glass (2016), Tufic Makhlouf Akl ha ensayado diversas formas cinematográficas de hacer un retrato múltiple de Alan Glass, que resulta sugerente y revelador, que no prescinde de la recreación ni del documental ni de la entrevista ni de la remembranza al recorrer sus creaciones para encontrar a Alan Glass en su casa de la colonia Roma (cuando la colonia Roma no se había convertido en una boutique condescendiente), en la que creó naturalmente un universo conformado por una colección de jabones que había emprendido en París, por objetos comunes que él volvía extraordinarios, por mapas, por insectos disecados, por piedras, por muñecas dispersas, por juguetes populares, por mercería varia, por bisutería, por mechones de pelo, por una tlapalería íntima, por quincalla, por trastos improbables que Alan Glass consideraba que conjuntaba con zurcidos invisibles.
Como sus dibujos, en los que no dejan de descubrirse figuras procedentes de la naturaleza y sombras humanas, sus casas, que proceden de los objetos que encontraba y acopiaba en su casa, como su pintura, que parece apenas esbozada, no dejan de deparar asombros, sugerencias, hallazgos cada vez que se ven de nuevo, haciendo que parezcan infinitas, como el humor sutil que prevalece en todo ello, como la sonrisa incipiente, apenas contenida, que Alan Glass mantenía ineludiblemente.