Entre las devociones que Raúl Ortiz y Ortiz no dejó de cultivar fehacientemente no parecen las menos memorables la de Malcolm Lowry, como lo demuestran su traducción de Bajo el volcán y el inagotable volumen Archivo Lowry, editado por Ángel Cuevas; del idioma inglés, del francés, del alemán y, sobre todo, del español; de Shakespeare, de Dickens, de Balzac; de formas varias de la música que no podían prescindir del Lied, de la ópera, de Schubert, del Quinteto para piano en La Menor de Camille Saint-Saëns; del cinematógrafo, de la universidad y del rector Ignacio Chávez, del exilio republicano español, de la conversación que derivaba en la hospitalidad, la gastronomía, el sentido del humor, la amistad: entre otras, la que mantuvo fervorosamente con Rosario Castellanos.
Rául Ortiz y Ortiz hablaba inexorablemente de Rosario Castellanos menos como una evocación que como una amiga a la que no podía dejar de profesarle un afecto perdurable y admiración, con la complicidad y todo aquello que puede converger en la amistad; una amistad más allá de la muerte.
Durante años, en Raúl Ortiz y Ortiz se impuso la idea de transformar en un libro la correspondencia epistolar que, derivada de su amistad inquebrantable, sostuvo con Rosario Castellanos. Trabajó afanosamente en ello con la colaboración de su sobrina Claudia Vidal Ortiz, de Ángel Cuevas, de Alfonso d’Aquino, examinó editores posibles, rebuscó sin temor a la obsesión. Murió en 2016 sin poder tener el placer de ver ese volumen, de tocarlo, de hojearlo y ojearlo, de frecuentarlo, de detenerse en ciertas páginas, de volver a reírse acaso como la primera vez con esas cartas. Recientemente, con la generosidad de su sobrino Óscar Ortiz Soto, el volumen que imaginaba se ha convertido en objeto: Cartas encontradas (1966-1974), publicado por el Fondo de Cultura Económica en la colección Tezontle, editado por Alfonso D’Aquino con prólogo de Raúl Ortiz y Ortiz.
Un cruce de cartas puede revelar algo de quienes las han escrito y sus circunstancias; el que mantuvieron Rosario Castellanos y Raúl Ortiz y Ortiz depara la historia de una amistad, de sus protagonistas, de un momento aciago de la universidad, del devenir académico, de literatura, de la “vidita cultural”, como la llamaba José de la Colina, de la burocracia y la política en aquellos años críticos, de los Estados Unidos de América, de Israel.
El 23 de mayo de 1967, desde Bloomington, Rosario Castellanos le requería a Raúl Ortiz y Ortiz: “Contésteme pronto si se siente con ánimo, me da mucho gusto recibir tus cartas. Yo seré puntual y antes de irme te comunicaré mi dirección para continuar este epistolario que tanto me complace y que es, ya, el único género de la literatura que practico”. En las cartas de Rosario Castellanos puede descubrirse a una mujer cotidiana con una inteligencia que se manifestaba también con un sentido del humor natural, acaso compulsivo, que le permitía ensayar una crítica incisivamente festiva, un examen de gente, lugares, días y, de paso, de sí misma; a una lectora sagaz sin imposturas, a una escritora que, como le recomendaba Rilke a Franz Xavier Kappus, se preguntaba íntimamente: “¿debo escribir?” y se enfrentaba con un debo enérgico y sencillo, que se resguardaba de la Feria de Vanidades; a una mujer que no podía renunciar a una libertad lúdica.
En una carta dirigida al entonces secretario de Relaciones Exteriores, Emilio Óscar Rabasa Mishkin, Rosario Castellanos sostenía: “Me enorgullezco, por otra parte, de no haberle permitido jamás a ninguno que se interponga entre lo que escribo y yo”. Este epistolario puede incitar a leerla sin interposiciones, libremente.