“Lo oí por vez primera no hace mucho tiempo en Salamanca, a una amiga madrileña muy aficionada a los tics de la corte”, escribió Fernando Lázaro Carreter en 1976, en uno de sus Dardos en la palabra. “Me chocó, y ella me motejó de ignorante porque en Madrid todo el mundo lo decía. Irrumpía por entonces la era tecnocrática y desarrollista. Quizá no haya una relación entre una cosa y otra, pero puede haberla: vale es una pieza de singular valor económico, un eficiente ahorratiempo, que evita despilfarros verbales. Por menos de nada, el interlocutor te deja con la palabra en la boca, y evita prodigar las suyas.”

Lamentaba la proliferación de la palabra vale como respuesta para cualquier cosa: “Cómprame el periódico”; “vale”. “¿A las seis en tu puerta?”; “vale”. “Vamos al cine”; “vale”. Advertía que “lo cierto es que el país se pobló de seiscientos y de vales, hasta convertirse éstos en la más clara manifestación de vulgaridad de la nueva sociedad consumista. Pertenece a ese repertorio de acuñaciones idiomáticas que suplen todo esfuerzo por su repetición automática. Es en extremo vulgar precisamente por eso, por su frecuencia, por su reiteración monocorde e invariada. Está desplazando a otras piezas léxicas que pueden emplearse en las mismas ocasiones (bien, de acuerdo, conforme, como quieras...), y asumiendo el monopolio del asentimiento. En lugar de enriquecer el idioma, lo disminuye, lo reduce en esa zona, invalidando lo existente o marcándolo como propio de inadaptados a la uniformadora y chata modernidad. Ni siquiera tiene la utilidad de servir como distintivo de clase: vale puede oírse lo mismo en los andamios que en los pasillos se la Universidad, igual en las butacas de un teatro caro que en un cine de barrio. Las peculiaridades lingüísticas caracterizan el grado de cultura, no la pertenencia a un grupo socioeconómico”.

Aunque en ese tiempo entraría en el Diccionario de la Real Academia “con una definición simple”: “Voz que expresa asentimiento o conformidad”, su uso en México parecía una rareza de ciertos españoles y turistas pretenciosos. No sin extrañeza y desconcierto, recientemente he advertido que en el Valle de Anáhuac se oye cada vez con mayor frecuencia, que lo repiten en cuanto tienen oportunidad sobre todo jóvenes de La Condesa y su sucedáneo: la Colonia Roma, de Iztapalapa y Ecatepec, de Polanco y la Bondojo. Por el modo en que lo dicen sospecho, casi presumiéndolo, sospecho que creen que se trata de una forma culta y educada, procedente de la literatura clásica.

He inferido que muchos de los que han adoptado ese vocablo no tienen mucha relación con España. Como la historia de cada palabra, no deja de despertar mi curiosidad la forma en que pudo propagarse y temo que pueda imponerse como algo más que una moda y termine por proliferar como una vulgaridad como lamentaba Lázaro Carreter que hubiera sucedido en la Península; que la radio, la televisión, el cine, el burlesque abunden en esa voz que, en México, todavía parece una impostura y que se olviden ciertas formas coloquiales como, por ejemplo: “órale”, “ya vas” y sus derivados como “ya Vázquez” o “va que va”.

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