En un billar de San Cosme, en lo que se llamaba Distrito Federal, con mesas y tacos impecables, en el que “juegan profesionales”, quizá algún billarista, algún empleado, algún ocioso se percatará de que un hombre afable, generoso, apuesto, que incitaba a la amistad, a querer ser su amigo, que no pasaba inadvertido aunque era discreto, que no renunciaba al sentido del humor a pesar de que se enojaba cuando perdía, ya no frecuenta ese lugar para él querido. Quizá ese billarista, ese empleado, ese ocioso posibles ignoren que compartía la pasión por el billar con Mozart y Villa-Lobos, que solía jugar con un pianista que no deja de descubrir sutilezas en partituras, que era compositor y también le fascinaba un juego que cuando ocurre como un “juego perfecto” es porque los jugadores, sobre todo uno de ellos, han logrado que no suceda nada: el beisbol. Ese hombre era Mario Lavista, que, como lo ha propagado la prensa, terminó su jornada terrestre la mañana del jueves 4 de noviembre.

Como John Cage, sabía que “la vanguardia no se ha terminado. Siempre habrá una. La vanguardia es flexibilidad de mente y sigue, como el día a la noche, de no caer presa del gobierno y la educación. Sin la vanguardia no se inventaría nada”. Pero Mario Lavista comprendía asimismo que “el ejercicio de la interpretación debe estar asentado en el presente, ya que es una actividad que rehace el pasado musical presentándolo como un territorio para ser escuchado y habitado como algo vivo. En este sentido, la tradición se transforma de manera constante: somos nosotros quienes la moldeamos y la reinventamos”. Mario Lavista no dejó de crearse una tradición íntima en la que convergen el Ars Nova y Anton Webern, Guillaume de Machaut y Cage, Monteverdi y Sor Juana Inés de la Cruz, Debussy y Villaurrutia, Manet y la música tradicional japonesa, Cernuda y el sonido que puede producirse con copas de cristal, Tamayo y György Ligeti. Esa tradición que conformó lo condujo de forma natural a invenciones musicales personales en las que se identificaba.

No por azar, Mario Lavista escribía música religiosa. No se trata de la práctica de lo que no puede reducirse a un género. Como María Zambrano comprendía que el hombre es un animal sagrado. Afirmaba que “Dios habla en latín” y en su versión de un salmo, de la misa, del Requiem preservó esa certeza. La experiencia religiosa que cultivaba sin ostentaciones, como la de Simone Weil, no requería de la burocracia ni la cortesanía eclesiásticas. Consideraba que “de la misma manera en que la geometría de un templo ha sido concebida con base en proporciones adecuadas para crear un espacio arquitectónico sagrado, la música religiosa es aquella que traza con exactitud un espacio sonoro sagrado”. Como Álvaro Mutis creía que “la música es la más alta forma de oración” y sostenía que “hay una narración sonora inserta en un ámbito religioso que hunde sus raíces en la gran tradición occidental de música polifónica, hoy, por desgracia, no lo suficientemente frecuentada. En consecuencia, anima una suerte de fe y de creencia en una vida después de la muerte de orden estrictamente espiritual”.

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