Quizá cada tiempo, cada lugar crea sus personajes singulares, cuyo recuerdo a veces resulta perdurable y pueden convertirse en caracteres que no dejan de transformarse constantemente como el loco del pueblo, don Juan o el pícaro. Acaso algunos de esos tipos animan algo del juego de la lotería: el valiente, la dama, el catrín, el borracho.
En Hampones, pelados y pecatrices. Sujetos peligrosos de la Ciudad de México (1940-1960), editado recientemente por el Fondo de Cultura Económica y coordinado por Susana Sosenski y Gabriela Pulido, se halla la historia de algunos de esos personajes que devinieron arquetipos: los pistoleros, los robachicos, los ebrios, los tuberculosos, las exóticas, los tarzanes, los cinturitas, el Trailaraila.
No todos esos personajes han resultado célebres o han propiciado noticias, historietas, historias, novelas, films; se trata de personas que se recrean consuetudinariamente, cuya presencia parece una costumbre peculiar, como la del ciego que se apostaba con su perro guía a vender mapas del Distrito Federal en la esquina de San Juan de Letrán y Madero, abajo de la Torre Latinoamericana o la de Mister Hill, que se afanaba en la antigua American Book Store en la calle de Madero, junto a la casa Rionda, que ya en los años 60 o 70 era de los pocos que usaban sombrero y comía diariamente en la mesa de la entrada del restaurante Prendes, en la calle 16 de Septiembre, frente al cine Olimpia.
Algunos de esos personajes pueden importar un asombro inolvidable, como el gitano que se aparecía por Chapultepec con un oso que bailaba; otros sugieren historias siniestras como el ingente greñudo con zapatones que se paraba afuera de la churrería El Moro, en San Juan de Letrán, con un letrero colgado al pecho en el que afirmaba ser ciego y por eso necesitaba ayuda. También rondaba el Parque Hundido y, dicen, frecuentaba la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde lo conocían como el Guama, y que también fue territorio de otro personaje mítico: Alcira, una uruguaya rubia, de ojos profundos, azules, que se resguardó en un baño cuando el Ejército irrumpió en Ciudad Universitaria en 1968 y que transmigró a una ópera de Gabriela Ortiz.
Entre los personajes que han deparado los tiempos recientes en México, don Nacho Trelles no parece el menos memorable. Tenía 103 años. La noticia de su muerte, el martes 24 de marzo, a las 19:43 horas, en su casa en San Miguel Chapultepec, se publicó en la primera plana de diversos periódicos. Ese martes había transcurrido rutinariamente para él hasta que, hacia al anochecer, pidió que lo llevaran a su cama. “Todo fue en paz”, refirió su hija Leticia, “lo llevamos a su cama dormido y murió en brazos de mi hermana Maru y mi sobrina. La enfermera nos dijo que ya no tenía respiración”.
Nació en Guadalajara, frente al Santuario de la Virgen de Guadalupe, cerca de dos de las primeras casas que construyó Luis Barragán sin prescindir del estilo de ciertas casas bajas de ese barrio. Sin embargo, por la única vez que platiqué con él, gracias a la generosidad de mis amigos Rodrigo Vega y Max Marín, infiero que no cultivaba la evocación por ese tiempo y por ese lugar, que abandonó cuando era muy chico. Tampoco demostraba mayor interés en hablar de San Miguel Chapultepec, donde vivió la mayor parte de su vida. Estábamos en La Noria y cuando intenté introducir el tema, me preguntó: “¿Quiere conocer a un crack?” Y me señaló al Chelito Delgado que trotaba en uno de los campos, solitariamente porque estaba lesionado.
Parecía interesarse sólo por el futbol, pero sospecho que se convirtió en un personaje no sólo para los futbolati, como llama Luis Miguel Aguilar a los adictos a lo que Ángel Fernández consideraba el Juego del Hombre, sino que podía ser reconocido por personas ajenas a ese juego o que abominan de él.
Aunque se preguntaba “¿por qué la FIFA publica las reglas si no se van a cumplir?” como Pasarella, jugaba “al filo del reglamento”. Era un pícaro cuyas frases ocurrentes y sus ardides, como lanzar balones al campo o invadirlo o discutir ingeniosamente con el árbitro para interrumpir el transcurso de las acciones cuando le parecían desfavorables se han propagado en cafés, en cantinas, en el mercado, en las calles no sólo por obra de la prensa, la radio, la televisión, el cine.
No murió enfermo, pero la amenaza del virus obligó a que su velorio fuera discretamente familiar.