“Nunca le oí comentarios irrespetuosos sobre los grandes, nunca empleó el método del bluff, tan del gusto al uso en nuestros días, típico del desdén petulante que pone de relieve la juventud o adolescencia efectista”, escribió Max Brod al recordar a su amigo Franz Kafka. Refería que “veía, además, rasgos aislados dignos de admiración en hombres que merecían el descrédito general. Y en grandes hombres, que él mismo admiraba, encontraba detalles ridículos. Pero jamás tuvo una intención peyorativa al hacer resaltar la hilaridad de esos rasgos aislados; más bien un llanto suave que lo lamentaba o la demostración de algo inasequible, de algo que escapara a nuestra inteligencia terrenal. El afecto con el que pensaba en Goethe y Flaubert se mantuvo inmutable durante los 22 años que estuve cerca de él. De algunos autores (como Hebbel y Grillparzer), más que la obra, Kafka prefería los diarios; al menos, eso me parecía”.
Algo de esos juicios se han preservado en sus cuadernos de diario, en los que Kafka no sólo comenta lecturas de Goethe, de Von Kleist, de Hauptmann, de “las narraciones de Wilhelm Schäfer, leídas sobre todo en alta voz, las leo con el mismo placer atento con que me haría pasar por la lengua un trozo de hilo. Ayer por la tarde me resultaba al principio algo difícil soportar a Valli, pero cuando le presté El desdichado y ella lo leyó un poco y debió estar realmente bajo la influencia del relato, yo la amé por esta influencia y la acaricié”. También pueden descubrirse apuntes sugerentes, ideas como las que Novalis consideraba “granos de polen”, esbozos de ensayos como lo que nombró Esquemas sobre las características de las literaturas menores, su debilidad por las listas.
Sin miedo al pudor, con la libertad natural que confiere la soledad, aunque se confiesa que le lee de ellos a su amigo Max Brod, en esos cuadernos también ejercía una crítica rigurosa, contundente, implacable de sus escritos como, por ejemplo, “la amargura que sentí anoche cuando, en casa de Baum, Max leyó mi pequeña narración del automóvil. Me había encerrado en mí mismo frente a todos y frente a la narración, con la barbilla clavada literalmente en el pecho. Las frases desordenadas de esta historia, con unas lagunas en las que uno podría meter las dos manos; una frase suena aguda, otra suena grave, al garete; una frase se roza con la otra, como la lengua con un diente cariado o mal colocado; una frase se nos viene encima con un arranque tan brutal que todo el cuento se hunde en un asombro mal dispuesto; una somnolienta imitación de Max (reproches reprimidos-alentados) avanza oscilante; a veces parece un curso de baile en su primer cuarto de hora. Me doy a mí mismo la explicación de que tengo demasiado poco tiempo y tranquilidad para extraer de mí, en su totalidad, las posibilidades de mi talento. De ahí que únicamente salgan a la luz unos esbozos inconexos que llenan, por ejemplo, todo el cuento del automóvil. Si alguna vez lograra acabar un todo de proporciones mayores, bien estructurado de principio a fin, entonces el relato nunca podría desprenderse definitivamente de mí, y yo podría oir su lectura tranquilo y con los ojos abiertos, como el consanguíneo de una narración llena de salud, pero ahora cada pedazo de la historia deambula sin patria y me empuja en la dirección opuesta —y aún puedo por darme por satisfecho si esta explicación es cierta.”
Y, sin embargo, Kafka sabía que los críticos más certeros de su escritura podían ser sus personajes, como los de El Proceso, que juzgan “Ante la ley”.