En tiempos vertiginosos dominados por las supersticiones de la tecnología y el progreso, por científicos que ignoran la ética, por valores de mercachifles, por la usura, todavía sobreviven peregrinos que pueden adivinar caminos en lugares olvidados. Álvaro Cunqueiro imaginaba que el ermitaño Gamiel halló en el desierto, donde se dedicaba a la oración y la penitencia, “unas cien piedras muy colocadas, tal que señalaban que era un trozo de camino perdido”. El ermitaño Gamiel decidió llevárselas al Señor Santiago. Con las 100 piedras paganas terminó de empedrar una parte del camino sagrado a Compostela. Marineros portugueses saben que uno de los principios del camino al Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Fátima se halla en la isla de Madeira. En alguna barranca de Baja California se señala uno de los caminos al Tepeyac.
Aunque era profesor en la University of East Anglia y tenía esposa y dos hijos en Norwich, W. G. Sebald, entre la literatura, la memoria y el devenir terrestre, acaso siempre estaba en algún camino. Murió en uno de ellos. Su errancia lo llevó a Viena, donde “recorría caminos sin meta ni rumbo”, a Venecia, a Inglaterra, a encontrarse en la Salle des pas perdus de la Centraal Station de Amberes con Austerlitz, que tomaba fotografías de los espejos con una vieja cámara Ensing de fuelle, al altar de la iglesia de Isenheim, donde Joachim von Sandrat no estuvo
pero oyó hablar de ese altar que,
escribe, era de tal forma que la verdadera vida
no hubiera podido hacer otra cosa
y donde al parecer, podía verse
un San Antonio con fantasmas
debidamente dibujados.
El camino en busca del pintor de ese retablo, Matthaeus Grünewald, que entendía “al parecer la liberación de la vida como la del propio vivir”, derivó en Francoforte del Meno, donde Guido Guersi, preceptor de la iglesia de Isenheim, le encargó a Grünewald el tríptico “que debía desempeñar una labor terapéutica central” en la cura de los enfermos del fuego de San Antonio, a Aschaffenburg, al Chicago Art Institute, donde puede verse el autorretrato de un pintor joven, que en 1529, procedente de Suecia, se dedicó al comercio de arte en Francoforte, detrás de cuyo nombre, Mathis Nithart, algunos sospechaban que se escondía el de Grünewald. Visible por la ventana a la izquierda del pintor
hay un paisaje de monte y valle,
y la cima de un camino. Ese es,
filosofa Zülch, el camino hacia el mundo,
y nadie lo recorrió salvo
el hombre que desapareció sin dejar huella.
Como W.G.Sebald, como el tríptico del altar de la iglesia de Isenheim, que se trasladó al museo de Colmar, Paul Hindemith fue un emigrante: se refugió en los Estados Unidos de América para huir del terror nazi. Como Sebald, que derivó del retablo de Grùnewald su “poema elemental” Nach der Natur (Al natural como prefería José María Pérez Gay), Hindemith concibió de ese tríptico una creación sobre la creación: Mathis der Maler (Matías el pintor), que Alejo Carpentier recreaba: “Nos muestra la evolución de Matías Grünewald hacia la plenitud de su arte, a través de las inquietudes de una época agitada por guerras, plagas, luchas de toda índole. Se trata de un drama de múltiples facetas, cuyos conflictos son tan actuales, por la constancia de ciertas aspiraciones humanas, como lo fueron hace cuatro siglos, cuando el gran pintor alemán legaba sus visiones apocalíticas a las generaciones venideras”.