Al referirse al ensayo de George Bataille sobre las Cuevas de Lascaux, “descubiertas recientemente por un mero azar después de que las deslumbrantes decoraciones de sus muros permanecieron en la ignorancia durante milenios”, Juan García Ponce advertía que “en Lascaux, nos recuerda Bataille, la representación de los animales es perfecta en su riqueza y su exactitud. El arte, la pintura, como forma de la representación alcanzó su cima en el momento mismo en el que se iniciaba. El hombre, capaz de crearlo y que se afirmaba como hombre al hacerlo, señalaba su separación de los animales a través de esa creación, no se veía a sí mismo con la misma exactitud y la misma exuberante fuerza de la vida que se encubría en las pinturas de animales”.

García Ponce sostenía que “desde los bisontes en las Cuevas de Lascaux hasta los toros de Picasso. Resulta significativo que haya una profunda y contradictoria cercanía entre esas primeras imágenes creadas por el hombre y las más recientes: los bisontes de Lascaux y los toros de Picasso se parecen, como si dando un salto de milenios de años al final estuviéramos de nuevo en los orígenes”.

También en el cielo, en el zodiaco, que debe su nombre al bestiario que lo habita, astrónomos y astrólogos han distinguido la configuración estelar del toro, que, se sabe, marca el principio de Soledades de Luis de Góngora:

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

—media luna las armas de su frente,

y el sol todos los rayos de su pelo—

luciente horror del cielo,

en campos de zafiro pace
estrellas.

El culto del hombre al toro persiste y una de sus formas evidentes y duraderas ha sido la tauromaquia.

Su figura esencial, de la que se deriva todo aquello que la conforma, es el toro de lidia, el toro bravo, cuya crianza resulta ardua y rigurosa, sin premuras y con frecuencia errada. Cada toro tiene su historia que se estudia y observa con detenimiento: su procedencia, su comportamiento cotidiano, sus peculiaridades, su trapío y su bravura, su nobleza y su encaste. Aunque pueden compartir sangre y simiente, cada ganadero concibe un toro ideal, que no coincide con el de otras ganaderías que pueden ser asimismo admirables, pero cuyos toros resultan reconocibles y diferentes a los de otros ganaderos.

No todos los toros son elegidos para ser admirados en una plaza, en una corrida, en un rito en el que convergen la moral y la estética, hecho para que el toro desarrolle y demuestre sus rasgos.

“Todo rito vivo implica una creencia y una emoción”, advierte Manuel Arroyo-Stephens en Una tauromaquia a lo Wittgenstein. “ ‘Todo lo ritual, (es decir, lo que huele a sumo sacerdote) debe ser estrictamente evitado, porque de inmediato se pudre’, escribe Wittgenstein, pero añade: ‘Naturalmente, un beso es también un rito y no está podrido, pero el ritual es permisible sólo en la medida en que sea tan genuino como un beso’. Lo que hace genuino y permisible a un rito es, pues, la emoción. ¿Y qué emoción comparable, después de la ceremonia solemne del paseíllo, a la aparición en el ruedo de un toro bravo, de una fiera que poco sabe de rituales, de reglas del juego, de códigos de conducta, y al que se enfrenta, para que se produzca tal vez el milagro de una emoción estética, un hombre solo, el torero?”