La historia y acaso el devenir del universo puede converger en un árbol. Es sabido que, según el libro del Génesis, en el centro del paraíso había un árbol cuyo fruto estaba vedado por Dios a Adán y Eva por temor a que murieran y que ese árbol fue el principio de su caída.
“El árbol de El Tule es, según la leyenda, el árbol más viejo y más grande de la Tierra”, escribió Salvador Elizondo hacia 1997. Recordaba que “hace unos quinientos años un rayo cayó en el árbol milenario y horadó su tronco haciendo un hueco en su centro en el que cabían holgadamente diez o doce caballos armados que entraban montados por las grietas de su corteza. Desde entonces su diámetro exterior no ha aumentado perceptiblemente pues a partir de entonces el árbol empezó a crecer hacia adentro y, hoy en día, la oquedad se ha colmado proveyéndonos con una metáfora significativa del alma oaxaqueña”.
David George Hackell, que En un metro de bosque refirió sus observaciones y audiciones cotidianas del año en el que se sentó cada día en la misma piedra en el mismo bosque, en Las canciones de la tierra se detuvo en aquello que transcurre a partir de diversos árboles en diferentes geografías. Mucho de ello permanece ignoto al ser humano. En un ceibo cercano al río Tiputini, en la Amazonia, en Ecuador, 0º 38’ 10. 2” S, 76º 08’ 39.5” O, ocurre un universo botánico que propicia uno de insectos, aves, bacterias, protistas, esponjas, crustáceos, ranas que en su sobrevivencia eliminan y contribuyen a que sobrevivan unos y otros en una trama paradójica cuyo sonido es un indicio de ritmos. Entre otras cosas, ha descubierto que en su copa “el ceibo es un lago en el cielo”.
Ciertos sonidos proceden del sotobosque, “especies que echan raíces bajo las ramas extendidas del ceibo y en la tierra pobre que rodea al tronco. El agua que golpea al sotobosque ya ha atravesado muchas hojas en su decurso”. Observa que “al hincharse las lágrimas en la punta de la hoja, el agua se convierte en una lente, que refracta la luz de modo que dentro aparece la imagen de la selva”.
Hacia 1879, Robert Louis Stevenson descubrió que el sonido, fuerte y borroso, de los rompientes de la bahía de Monterrey, en California, se internaba y confundía con el del bosque; “los bosques y el Pacífico dominan a la par el ambiente de esta región del litoral. En las calles de Monterrey, cuando el aire no huele a sal del segundo, circula con perfumes con las copas resinosas de los primeros. Durante días enteros se cierne sobre la ciudad una atmósfera caliente y seca, clausurada como un horno, aunque saludable y aromática para nuestra nariz. No es necesario ir muy lejos para averiguar su origen: ocurre que los bosques están ardiendo, y sopla desde las colinas un viento cálido. Tales incendios son uno de los grandes peligros de California.”
Como cada abril y mayo, lo que queda del bosque de La Primavera, en Guadalajara, y otros bosques en México y en diversas geografías de la Tierra, se suceden incendios que reducen a cenizas sus raíces.
Los antiguos germanos sabían que el bosque era más que un refugio y una iniciación. Ignoraban que la usura podía acecharlos y amenazarlos inexorablemente.