Como ocurre a veces, como ocurre con frecuencia, como ocurre acaso cada día, todo puede haber empezado con un pequeño vaso de vidrio de esos que llamamos “caballitos” y una botella de mezcal y otra de cerveza.
Muchos escritores han intentado imaginar y referir la historia de un cuadro. Quizá el más conocido de esos relatos es “El retrato oval” de Edgar Allan Poe. También E. T. A. Hoffmann halló historias inquietantes en cuadros posibles. Con ironía ineludible Oscar Wilde propuso una estética provocadora y lúdica al referir la historia del retrato de Dorian Gray. Álvaro Uribe conjeturó literariamente acerca de una falsificación de Leonardo da Vinci perpetrada por Leonardo da Vinci. W. G. Sebald manifestó su devoción por Matthaeus Grünewald por escrito y Paul Hindemith transformó la suya en una ópera y una sinfonía. Mussorgski recreó la exposición póstuma de 10 cuadros de su amigo Viktor Alexandrovich Hartmann pretendiendo “dibujar con música”. Uno de esos cuadros es La Gran Puerta de Kiev.
Quizá cada cuadro puede sugerir un enigma, una historia, una evocación, aunque el espectador y sus elucubraciones no resulten los indicados. No parece aventurado creer que se adivina de dónde procede la pintura de Jonathan Barbieri, de la que se acaba de celebrar una exposición de las que llaman “retrospectivas” en el Museo de los Pintores de Oaxaca. En ella pueden descubrirse alusiones a pintores varios a los que puede inferirse que admira como Goya, como Max Beckmann, como El Bosco, como Matthaeus Grünewald. No rehúye juegos pictóricos con otros cuadros, encuentros ineludibles con otros pintores. Pero el espectador de pintura que es Jonathan Barbieri, como no todos los pintores, no ha dejado de ensayar y descubrir formas que lo identifican y, me atrevo a creer, en las que se identifica.
Los cuadros de Jonathan Barbieri sugieren inexorablemente experiencias e historias varias. En Pierde Almas, con un sentido del humor soterrado, recrea momentos inminentes en algún bebedero en Oaxaca, a sus personajes acostumbrados que descubre peculiares, ensimismados, detenidos menos en el tiempo y en la pintura que en el mezcal. En el entramado de sus cuadros prevalece la entelequia íntima que propicia el mezcal. Con precisión contundente e ironía, Jonathan Barbieri le depara peso pictórico a esos momentos casi imaginarios de ese lugar posible bajo el influjo de Pierde Almas. Los gestos, los rostros, los cuerpos, la pintura revelan lo que ocurre íntimamente en la duermevela perdurable que puede deparar el mezcal, que puede inducir asimismo a advertir obsesivamente formas de naturaleza muerta en los pequeños vasos en los que queda acaso un resabio de mezcal, en los ceniceros que inexorablemente resguardan los restos del tabaco en colillas enigmáticas que quizá importan rastros de muchas otras historias, en la sombra de un bebedor trazada en el contorno de una línea en la pared blanca. Sólo un perro, que puede creerse sin dueño, persiste en un dibujo, lamiéndose el miembro como una costumbre de nacimiento, ajeno a esa reiterada iniciación espirituosa.
Entre los bebedores puede descubrirse a Jonathan Barbieri. No pinta ni apresura esbozos afectadamente en algún block. Se trata de un bebedor más bajo el influjo de Pierde Almas.