En el laberinto de escaleras, pasillos, terrazas, recovecos, oficinas, sótanos en el que ocurría el Fondo de Cultura Económica en la esquina de Avenida Universidad y la calle Parroquia, en lo que entonces se llamaba Distrito Federal, en la década de 1980, se podía encontrar a Alí Chumacero presto para ir al bar de Samborns, que estaba enfrente, en Plaza Universidad, un centro comercial que parecía moderno; a Adolfo Castañón, entre manuscritos, libros y ediciones posibles; a José Luis Rivas, que acababa de publicar Tierra nativa en la colección Letras Mexicanas; a Tedi López Mills, que no podía abandonar una ironía inteligente; a Francisco Cervantes, siempre dispuesto a la ofensa y que perseveraba en no conceder que se le llamara “vampiro”, aunque muchos se referían a él como el Vampiro por los rasgos noctámbulos que lo asemejaban a ese arquetipo; a correctores de pruebas de una erudición y una conversación peculiares y perdurables, como Víctor Kuri. Fue allí donde oí por primera vez el nombre de Álvaro Uribe.

No sin admiración se decía que se trataba de un lector asombroso, que cultivaba una prosa rigurosa a la que calificaban de “fina y cuidada”. Vivía en París, donde, entre otras cosas, había sido consejero cultural de la embajada de México. Había estado en el taller de Augusto Monterroso, había publicado una plaquette: Topos y en 1981 la Universidad Veracruzana había editado su libro El cuento de nunca acabar, en el que se advierte esa escritura precisa y certera que no prescinde de una devoción por la palabra y el relato sin ostentaciones ni exhibicionismos dizque “poéticos”, que no dejó de ensayar, que se lee con naturalidad y una fascinación inmediata y que convierte una anécdota, un recuerdo, una historia posible en literatura y la literatura deriva en un juego de lecturas, anécdotas, recuerdos posibles, historias y el placer del relato.

Con ironía sutil, entre la ficción y el recuerdo, entre el devenir cotidiano y el literario, entre la historia, la lectura y la escritura, Álvaro Uribe se permite referir un viaje urbano de jóvenes mariguanos para emular el habla de los jóvenes mariguanos, evocar vidas domésticas, ceder a juegos literarios con Borges, Güiraldes, Ovidio, Leonardo como personajes conjeturales o convertir un episodio de negocio familiar en un exemplo infinito del conde Lucanor.

Según consta en tipografía impresa, Álvaro Uribe devino lector de Federico Gamboa por la lectura del lector José Emilio Pacheco. Los dos colaboraron con, entre otros, Alfonso de María y Campos y Miguel Ángel Echegaray en la edición de Mi diario de Gamboa en Conaculta en la década de 1990.

Uribe no se resistió a escibir Recordatorio de Federico Gamboa, que propició uno de los gratos libros de Breve Fondo Editorial en 1999, y puede adivinarse que fue el origen de una novela: Expediente del atentado, de la que Jorge Fons realizó una versión cinematográfica.

Me entero postreramente de la muerte de Álvaro Uribe. Murió el primer miércoles de marzo. Sé que éramos amigos y que nuestra amistad no requería de la frecuentación, la redundacia ni la confidencia. No poco de su conversación, de su trato hospitalario, de su provocación incisivamente educada puede descubrirse en sus libros. Como Luis Miguel Aguilar, entre muchas cosas, no dejaré de extrañar que le diga al mesero: “¿Nos puede traer esta botella de vino, pero llena?”

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