allí, como el agua en un espejo,
se reconoce
José Gorostiza
El agua puede parecer eterna y su descubrimiento infinito; el agua es acaso una demostración viva de la existencia de la eternidad. Antes de que ocurriera eso que llaman “historia”, en el Génesis, primer libro del Pentateuco, está escrito: “Dijo Dios: ‘Acumúlense las aguas de debajo de los cielos en una sola masa y aparezca suelo seco’. Y así fue. Llamó Dios al suelo seco ‘tierra’ y al cúmulo de las aguas llamó ‘mares’. Y vió Dios que estaba bien” (Génesis 1.9-10) Plutarco refiere que “creen que Homero, así como Tales, aprendieron entre los egipcios que el agua es el principio de todas las cosas”.
Desde lo que creemos la antigüedad, el agua, en sus diversas formas, no ha dejado de determinar el devenir de la tierra, de manera tan evidente que hasta el homo sapiens reconoce su errancia demasiado larga en nombres de mares, lagos, ríos, cascadas como el Mediterráneo y el Mar Caspio, el Mar Rojo y el Mar Negro, el lago Victoria y el Titicaca y el de Texcoco, ríos como el Tigris y el Eufrates, el Jordán y el Ganges, el Nilo, el Rubicón y el Danubio, el Nevá y el Yangtze, el Orinoco y el Amazonas, el Papaloapan y el Río Bravo, que en el otro lado y en un film de John Ford con John Wayne y Maureen O’Hara llaman “Grande” —aunque no es grande y lo han vuelto siniestro. Uno de los autómatas elementales que maquinó Leonardo da Vinci como una representación de lo que Jacob Burckhardt consideró “Renacimiento” se conocía como “hombre”, está hecho de agua y no ha fenecido —lo vi hace años en una exposición en el antiguo Palacio de la Santa Inquisición en lo que era el Distrito Federal.
“Acerca de la desecación del valle desde el año 1449 hasta el año 1900”, escribió Alfonso Reyes hacia 1917 en Visión de Anáhuac. “Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones que poco hay en común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dió treinta años de paz augusta. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y abriendo la última zanja.
“Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo escénico. Ruíz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése, el escenario y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.
“Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.
“Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social”.
Un viejo del bosque en la sierra de Durango me reveló que la primera gota de agua había llegado del desierto; de la Zona del Silencio.
“¿Y cómo llegó? ¿Un alacrán?” se me salió decir.
Esbozó un principio de sonrisa para mirarme y sentenciar: “O una serpiente que la guardaba en la lengua”.