“Un edificio majestuoso y magnífico es sin duda todavía la iglesia de Nuestra Señora de París”, escribió Víctor Hugo al principio del Tercer Libro de Nuestra Señora de París, “pero por más hermoso que se conserve en su ancianidad, difícil no es suspirar, no indignarse al ver las degradaciones, las mutilaciones sin número que simultáneamente el tiempo y los hombres, han hecho en el venerable monumento, sin respetar a Carlomagno, que puso la primera piedra; sin respetar a Felipe Augusto, que en él puso la última.

“Sobre la faz de esta antigua reina de nuestras catedrales, siempre al lado de una arruga, se encuentra una cicatriz. Tempus edax homo edacior, lo que yo traduciría con estas palabras: el tiempo es ciego, el hombre es estúpido”.

En algunos caminos de Armenia persisten caminantes solitarios que no parecen comunes, que no cumplen con un recorrido rutinario, sino que recorren el camino ensimismadamente y, a veces, acaso como iluminados; se trata de peregrinos que se dirigen “hacia un lugar señalado por el descanso de Cristo”: la catedral de Etshmiadzin, la primera catedral de la cristiandad, concebida cuando comenzaba el siglo IV y donde, entre otras reliquias, se resguarda madera del Arca de Noé —en el Génesis está escrito: “Y reposó el Arca en el mes séptimo, a los diecisiete días del mes, sobre los montes de Ararat” (8.4)

Un relato atribuido a Agatángelo, según Vidas de los Santos de Butler, sostiene que San Gregorio el Iluminador “se retiró a las soledades de Valarshapat, en las estribaciones del Monte Ararat, donde se entregó al ayuno y a la oración. Al cabo de setenta días, se le apareció Nuestro Señor Jesucristo y le dijo que en aquel lugar debía edificarse la gran iglesia catedral de Armenia. Gregorio se apresuró a cumplir con las órdenes celestiales y en poco tiempo se construyó una gran iglesia que se llamó Etshmiadzin, que significa ‘el Único Esperado descendió’”

En el siglo IV ocurre “la resurrección del Imperio romano de occidente”, según Georges Duby en Europa en la Edad Media. Arte románico, arte gótico, “en la unión de la Galia y la Germania. Aquí había nacido y había sido sepultado el nuevo César Carlomagno. Un monumento capital mantiene su memoria: la capilla de Aquisgrán (...) Jerusalén, Roma, Aquisgrán, este lento desplazamiento de este a oeste de un polo, este lento desplazamiento de la ciudad de Dios sobre la tierra, condujo a esta nueva iglesia redonda. Las disposiciones de su volumen externo significan la conexión de lo visible y de lo invisible, el tránsito ascencional, liberador, de lo carnal a lo espiritual, desde el cuadrado, signo de la tierra, hasta el círculo, signo del cielo, por el intermedio de un octágono”.

Víctor Hugo no parece dudar en llamar a Nuestra Señora de París “una inmensa sinfonía de piedra, por decirlo así, de un hombre y de un pueblo, una y compleja conjuntamente con las Íliadas y los Romanceros de quienes es hermana, producto maravilloso de la acumulación de las fuerzas de toda una época”. Advertía que “no puede llamarse un monumento completo, definido, clasificado. Ni es una iglesia bizantina, ni es una iglesia gótica; este edificio no es un tipo”. Lamentaba que no dejara de destruírse, pero adivinaba que creaciones y manifestaciones la conforman incesantemente como la historia cifrada en una palabra griega, inscrita a mano en la Edad Media, “en un oscuro rincón de una de sus torres”, que desapareció de esa pared, pero derivó en el libro de Víctor Hugo, que tampoco deja de transformarse en formas no siempre afortunadas —del cinematógrafo a la caricatura.

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