El primer lunes de marzo fue un día muy triste: Inexorablemente en una capilla de Bromley, en el sureste de Londres, se cumplió con el rito fúnebre de Olaf Christiansen.
Su destino estuvo marcado por el viaje y por historias insólitas, acaso legendarias, que podían inducir a dudar de su existencia. Supe de él por mi amigo tutelar Mario Ojeda Revah, que no puede dejar de recrear su biografía con admiración afectuosa y de citar sus frases agudas como “las arañas no mean porque se chorrean las patas”, o “agárrate de la brocha porque voy a quitar la escalera”.
De su nombre puede inferirse que era marinero. Sin embargo, su errancia por muchos de los diversos lugares de nombres con frecuencia sugerentes que revelan los mapas y una literatura fascinante se inició por una guerra que se supone entre españoles, pero en la que intervinieron Hitler y Stalin, Mussollini y los banqueros ingleses y los ambiguos gobiernos de Francia, que no era inevitable entre 1936 y 1939, que Pepe de la Colina llamaba la “Guerra Incivil”, y que obligó a muchos republicanos a buscar refugio donde pudieron; no ha dejado de recordarse que muchos de ellos emigraron a México. Puede sospecharse que en documentos de los que llaman “oficiales”, bajo su fotografía resguardada por un irrefutable sello ministerial, se había inscrito otro nombre; hay quien sostiene que el de Jaime Serrano Berea.
Quizá el principio de la biografía de Olaf Christiansen puede hallarse después de la Segunda Guerra Mundial en la Central Camionera del entonces Distrito Federal donde abordó un camión con destino a Tijuana.
En San Francisco se inició en los diversos movimientos, no siempre subrepticios, de los muelles, en las rutinas de estibadores y marineros en tierra, en el universo que converge en un local pestilente e incesantemente concurrido de equívocos en el que se inscribían en pizarrones los nombres de los barcos que anunciaban su partida inminente y en los que se requerían marineros; me refiero a esos locales a los que nunca dejó de referirse como “The Union”.
Olaf Christiansen ensayó con naturalidad formas varias del viaje; como marinero mercante cruzó el Canal de Panamá entre las máquinas de un barco en un calor épico, se fascinó en los puertos de Japón y Filipinas, caminó por las calles de Génova en la madrugada con el rastro de marineros vencidos. Fue un emigrante que, no sin desconcierto, se asombró de la tierra que le deparó hospitalidad en el trópico y no dejó de cultivar la curiosidad en una de las islas británicas donde vivió familiarmente. Leía y releía con fascinación libros de historia. Veía documentales y películas insólitas. Recorría calles de distintos países rememorando su devenir, el cual no prescindía de recuerdos íntimos; entre ellas, sobre todo, las de Londres y lo que fue el Distrito Federal.
Esos viajes infinitos se convirtieron naturalmente en relatos orales, agudos, memorables, con acotaciones de un humor certero que revelaban la procedencia por las que mantenía una sonrisa perpetua, amistosa, a la caza de un hallazgo cómplice. Sin embargo, el libro que publicó deriva de su gratitud devota al general Lázaro Cárdenas: El conflicto entre Gran Bretaña y México por la expropiación petrolera. Documentos del Foreign Office 1938-1942.
No dejó; no podía dejar de ser un republicano español. Fue quizá el último subscriptor de The Morning Star.