En el nombre “Conrad” puede cifrarse, entre otras cosas, la evocación del placer de una lectura perdurable. Luego de haber escrito en la revista Vuelta una breve memoria anticipada de la experiencia de Moriarty, que tendría lugar en el entonces futuro 1997, y de descubrir en la temporada comercial navideña de 1980, en las jugueterías y supermercados, a un precio módico, “un pequeño artefacto de celuloide, Made in Japan, marca Kronomoto Toy Co., Osaka, que con retroalcance máximo de un año más o menos, reproduce grosso modo los rasgos esenciales del cronostatoscopio o ‘cámara de Moriarty’ ºaparato que todavía no ha sido inventado)”, después de experimentar con ese artefacto, Salvador Elizondo es capaz de poner su atención en las cosas que ha guardado para volver a desear en ese momento se le otorgan nuevamente. “Asistido del recuerdo de la conversación, siempre la misma”, escribió en “Desde la Verandah”, uno de los textos que conforman Camera lucida, “que a lo largo de muchos años he sostenido con un efusivo amigo, aquí en el portal, vuelvo sobre el tema y me hago las más candorosas y sorprendentes consideraciones acerca de una cierta literatura que siempre nos ha apasionado y en cuyo recuerdo hemos gastado tantas botellas de buen Moriles como hubieran servido para llenar el tonel de Poe. A lo largo de más de la mitad de nuestra vida, siempre nos vemos, la tarde nos encuentra sentados en el portal, bebiendo amontillado. Hay un instante en que uno de los dos, después de una larga pausa en la conversación, cuando nuestras sombras se alargan contra el muro, dice el nombre de Joseph Conrad”.

Algo de lo que puede sugerir esa invocación se reconoce quizá en el “prólogo imposible” que Elizondo escribió para la traducción de Sergio Pitol de El corazón de las tinieblas, publicada por la UNAM en 1987, en el que advierte que “Conrad se identifica con el narrador Marlow” , que “Joseph Conrad no es sino el relator fiel que toma por escrito lo que escucha narrar a Marlow, voz en la noche del Támesis que recuerda, como si fuera desde el fondo de una noche milenaria y salvaje la voz fantasmagórica de Kurtz”.

Esa evocación se inscribe en la verandah. “Situada entre el bungalow burocrático techado y la selva’”, escribió Elizondo en Camera lucida, “la verandah es el punto fronterizo, por así decirlo, entre la civilización y la naturaleza, entre la ciencia y la magia, entre el ‘progreso’ y la ‘barbarie’. La verandah es el ámbito ideal de dos formas de expresión de la literatura inglesa como lo son la conversación o la nostalgia. La verandah es el lugar donde los personajes conversan o escuchan a alguien narrar. No hay mujeres ni música, sólo unos cuantos hombres vestidos de drill que fuman, que beben whisky y que escuchan el relato sentados ante el tembloroso quinqué en alguna verandah de Sambir o de Singapur. La narración se amplifica y se multiplica, siempre por la misma voz.”

La evocación de Salvador Elizondo ocurre en un lugar sucedáneo a aquel en el que ha ocurrido otra evocación que puede derivar en la evocación en la que acaso se halla el origen de la escritura de Joseph Conrad, que ha cumplido 100 años de haber muerto, pero cuya invocación no deja de suscitar fascinaciones sugerentes.

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