Desde entonces siempre he dormido así, en un ruido así, en un ruido atroz, desde diciembre de 1914. Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza Louis-Ferdinand Céline
“Por la tarde en el Instituto Alemán”, escribió Ernst Jünger el 7 de diciembre de 1941 en su diario, en París. “Allí, entre otros, Merline, alto, huesudo, recio, un poco pesado, pero vivaz en la discusión o, mejor dicho, en el monólogo. Cuando habla, tiene la mirada fija propia de los maniáticos, una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas. Son unos ojos que ya no miran ni a derecha ni a izquierda; se tiene la impresión de que ese hombre camina hacia un fin desconocido.
“—Siempre he tenido la muerte a mi lado.
“Mientras pronuncia estas palabras señala con el dedo a un punto situado junto a su sillón, como si allí estuviera un perrito.”
Jünger le confesó a Antonio Gnoli y a Franco Volpi que “su manera de actuar no me resultaba simpática, y creo que la antipatía era recíproca. No me gustaba su colaboracionismo, ni su ostentoso antisemitismo. De ello hablo en mis diarios parisinos, pero a fin de no ofenderlo le doy el pseudónimo de Merline. Lamentablemente, cuando los diarios se tradujeron al francés, la redactora —la escritora Banine, que por otra parte era amiga mía y odiaba cordialmente a Céline— lo reconoció tras el pseudónimo y recuperó el nombre verdadero. Este incidente me causó su rencor, tanto es así que intentó contra mí un juicio por difamación. Cuando me interrogaron en Ravensburg, para no comprometer a Banine y liquidar de la manera más rápida ese desagradable embrollo, dije que se había tratado de un error de imprenta.”
Recordaba que antes de la guerra había oído hablar muy bien de Céline al editor Ernst Rowohlt, que había adquirido los derechos de Viaje al fin de la noche. “Cuando se publicó la novela, me causó una gran impresión, tanto por la fuerza del estilo como por la atmósfera nihilista que evocaba, y que reflejaba muy bien la situación de aquellos años.”
Antes del atentado del 20 de julio a Hitler, todavía en París, el 22 de junio de 1944, Jünger anotó en su diario que después del desembarco del ejército aliado en Normandía, “Merline acudió a nuestra embajada a solicitar con urgencia los documentos y que ya ha huído a Alemania. Qué notable resulta lo mucho que se preocupan de su mezquina existencia unos sujetos que piden a sangre fría las cabezas de millones. Las dos cosas han de estar relacionadas.”
Ignoro si Jünger, que no dejó de reescribir su experiencia como soldado en la Gran Guerra en sucesivas ediciones de Tempestades de acero, supo que en los días de la liberación de París, se sustrajeron manuscritos inéditos del departamento de Céline. Editions Gallimard editó uno de ellos el año pasado: Guerre, que el último marzo publicó en español Anagrama.
Aunque reconoce que no le convenía mucho “invocar los recuerdos; me arruinaba el día”, el personaje que narra Guerra se habla a sí mismo como Ferdinand y, como Céline, queda gravemente herido del brazo derecho y de la cabeza, en Poelkapelle, Bélgica, en los días de la Gran Guerra. En la trama se confunden los recuerdos y el delirio. No se trata de una evocación épica de aquel trance y su convalecencia, ni de un alegato pacifista. Con sarcasmo provocador y descarnado y el idioma comúnmente procaz de la tropa narra de manera elemental el devenir de esos días, que no prescindieron de la suspicacia de un comandante que investiga las circunstancias en las que Ferdinand cayó herido, y en los que muchos reclutas buscaban sobrevivir con picardía y se repetían reiteradamente: “¡Qué chinga!”
Bajo el nombre de Louis-Ferdinand Detouches, Céline mereció la medalla de la Legión de Honor en la Guerra para los suboficiales y soldados de tropa, y la Cruz de Honor. Nunca dejó de dormir “así, en un ruido atroz”.