En un paseo hipotético por Berlín en los años 20, sugiere Eric D. Weitz, se podía tomar café y una nieve de limón en el café Josty y observar el movimiento incesante de autos, tranvías y peatones de la Potsdamer Platz o, como proponía Franz Hessel, caminar al azar desde Wittenbergplatz a Halinsee, donde había diversos locales para comer y beber, teatros cines, cabarets. “Los cristales y la luz artificial son de gran ayuda, la iluminación eléctrica sobre todo, cuando entraba en combate con los postreros resplandores del atardecer al caer la noche”.
Con el atardecer llegaba el momento de la diversión. Podían verse obras de teatro clásico o moderno, óperas, música que se identifica como “clásica”. “Se puede asistir a espectáculos políticos de algunos escritores satíricos”, refiere Eric D. Weitz en La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, “como Kurt Tucholsky, u otras de menos renombre, o ‘espectáculos en vivo’ con mujeres desnudas, a menos que la policía los haya clausurado esa misma noche por atentar contra las normas públicas de moralidad y decencia. De la mano de Christopher Isherwood es posible darse una vuelta por Salomé, en cuyo interior, pintado en rojo y oro, los alemanes de provincias y los turistas extranjeros se aventuran a echar un vistazo a trasvestidos y lesbianas”.
En esos años, en Berlín también se podía oír jazz. “¿De dónde les viene a los berlineses esa pasión por el jazz?” se pregunta Eric D. Weitz. “Es música norteamericana, y todo lo que procede de Norteamérica es sinónimo de modernidad. Las notas quejumbrosas de una trompeta, los dúos de trompeta y corneta de llaves, el trepidante ritmo de la batería y el piano inundan el aire de la ciudad, sumándose a la algarabía de coches, camiones, gritos de vendedores ambulantes y máquinas taladradoras. El jazz es el sonido de la ciudad elevado a la categoría de arte”.
Fue Francis Scott Fitzgerald quien llamó a esos años “La Era del Jazz”; “la edad de los milagros”, escribió en Echoes of the Jazz Age”, “la edad del arte, la edad del exceso, y también la edad de la sátira”.
Después de la Primera Guerra Mundial, refiere Susan-Mary Grant en Historia de los Estados Unidos de América, se sucedieron “huelgas de trabajadores de Seattle a Boston, en industrias que iban desde los astilleros hasta las acerías. Esto hizo que muchos identificaran al sindicalismo con el radicalismo y confundieron la oposición justificable a lo que eran, en muchos casos, unas condiciones de trabajo absolutamente terribles en las que se explotaba a los obreros con una insidiosa conciencia de clase socialista que amenazaba la estabilidad de la nación”.
“En el caso de Seattle, la huelga de 1919 se extendió desde el astillero donde se había originado hasta llegar a paralizar la ciudad entera durante una semana. En Boston, el mismo orden público se vio en riesgo cuando, tras el despido de 19 policías por el crimen de estar afiliados a un sindicato, sus compañeros se negaron a trabajar en señal de protesta y ello derivó, quizá de manera sorprendente, en actos de pillaje y violencia generalizados. Una serie de amenazas de bomba a partir de la primavera de ese año contra oponentes del sindicalismo no hizo sino agravar una situación ya tensa”.
El sábado 17 de enero de 1920 entró en vigor una ley que había sido aprobada en 1918: la Decimoctava Enmienda o Ley de Prohibición Nacional (National Prohibition Act) conocida como Ley Volstead o, popularmente, como Ley Seca. “El antialcoholismo”, sostiene Susan-Mary Grant, “naturalmente, tenía una larga tradición en los Estados Unidos, remontándose al menos hasta la década de 1840, y en el siglo XX, antes incluso de la aprobación de la Ley Volstead, varios estados ya habían prohibido la venta de bebidas alcohólicas. La decisión de implementar una política nacional de este tipo vino dada por una combinación de factores: la Primera Guerra Mundial jugó cierto papel al desacreditar el producto de las cervecerías germanoaméricanas, a saber, la cerveza; al igual que la presión de empresarios como Ford, que querían más disciplina —o que más bien querían disciplinar a— sus trabajadores. Pero los argumentos para la prohibición procedían sobre todo de reformadores sociales, religiosos y políticos cuyos miedos al entorno urbano se fueron concentrando gradualmente en las tabernas como lugares impíos de decadencia social y maquinaciones políticas”.
Entre otras cosas, esa ley, se sabe, propició negocios supuestamente subrepticios en los que no pocas veces se conjuntaban las destilerías y cervecerías clandestinas, el contrabando y la distribución ilegal de alcohol, esos lugares prohibidos conocidos como speakeasies, el juego, las apuestas, la prostitución, la extorsión en su modalidad de “venta de protección”, la corrupción de policías, políticos y jueces, el asesinato, que derivaron en una mitología sobre todo cinematográfica que todavía perdura y que se adoptó en México con films como Luponini de Chicago y Mariguana (El monstruo verde), de José Che Bohr o Los misterios del hampa y Gangsters contra charros, de Juan Orol.
La del gangster también era una manera de cumplir el American Dream.