Quizá para algunos, el nombre de Anton Bruckner puede parecer una provocación, quizá, a pesar de la contundencia de sus nueve sinfonías, importa un equívoco, quizá perdura algo del desdén y el desconcierto soberbiamente ignorantes que pretendían denostarlo e infamarlo cuando sólo cultivaba con obsesión natural sus creaciones musicales.

Entre los estigmas que se proponen desdeñarlo no parece el menos duradero ni el menos frecuente el que lo señala como “wagneriano”. Sin embargo, Anton Bruckner hubiera podido convertirse en personaje de una Dorfgeschichte (Historias de pueblerinas) de Adalbert Stifter: nació en Ansfelden, en la ladera del sol de la tarde, en colinas de Alta Austria. Procedía de una familia de labradores. Fue maestro de escuela y aprendió los rudimentos del órgano y el violín de su padre. Estudió con los monjes de la abadía de San Florián, en cuyo coro fue niño soprano. Era un hombre simple, afable, devoto y con temor de Dios. Hasta su muerte le fue fiel a su piano Börsendorfer, con cuya ayuda compuso casi toda su obra, que le regaló su amigo Franz Seiler, al que en 1849 le dedica el Requiem en re menor. Una placa de la Piaristenkirche Maria Treu, en Viena, recuerda que en su órgano presentó su examen ante el director del conservatorio, el director de los conciertos filarmónicos, el director de la Sociedad Amigos de la Música, Johann Ritter von Hebeck, que comentó al final que “él debió habernos examinado a nosotros”. Bruckner fue organista de la abadía de San Florián y, hasta su muerte, de la catedral de Linz.

Su laboriosidad lo inducía, entre otras cosas, a estudiar contrapunto con Simon Sechter, con quien Franz Schubert se proponía tomar clases poco antes de su muerte. Sechter confesó que se sentía conmovido por los abundantes trabajos que Bruckner le enviaba cada dos semanas.

“Cualquiera puede hacer lo que yo, si estudia y trabaja como yo lo hice”, recuerda Eduardo Storni que decía Bach. Bruckner había frecuentado con fervor las partituras de Frescobaldi, Palestrina, Bach, Haydn, Händel, Mozart, Beethoven, Schubert, cuando conoce Lohengrin y Der fliegende Holländer de Wagner, el cual terminó por considerar que “si hay alguien que tiene ideas sinfónicas después de Beethoven, es Bruckner”.

En sus primeras composiciones, mucho antes de que concibiera su primera sinfonía, ya se podía advertir temas de danzas popularees de Alta Austria, que no procedían de investigaciones de un musicólogo ni de una recreación que llaman “conceptual”, sino de una música viva en el oído, en la memoria, en el devenir cotidiano de Bruckner, cuyas composiciones religiosas como Ave Maria para coro a siete voces, Salmo 112, Misa en fa menor, Te Deum son peculiares y de un profundo sentimiento que algunos no dudan en considerar místico (aunque ello despierte ironías escépticas) y han incitado a Jan Swafford a sostener que “Bruckner tiene una voz inconfundible y propia: enorme, hinchada, estridente, apasionadamente lírica, con enormes scherzos de aire folklórico. Es el arte de un hombre para el cual la música equivale, más o menos, a Dios”.

Este es también el año del bicentenario de Anton Bruckner.

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