Aunque nació hace 100 años en Santiago de las Vegas, cerca de La Habana, Italo Calvino se consideraba ligur. De Cuba no recordaba nada, lamentablemente: “De mi nacimiento ultraoceánico no conservo más que un dato de registro civil difícil de transcribir”, confesó hacia enero de 1956 a la revista Il Caffé, “un bagaje de memorias familiares y mi nombre de pila, inspirado en la pietas de los emigrantes hacia sus propios lares y que en mi patria, en cambio, resuena broncíneo y carducciano”.
En “Forastero en Turín”, publicado en la revista trimestal L’Approdo, en la entrega correspondiente a enero-marzo de 1953, escribió que era “de una tierra, la Liguria, que sólo tiene fragmentos o alusiones de una tradición literaria, de modo que cualquiera —¡qué suerte!— puede descubrirse o inventarse una tradición por su cuenta; de una tierra que no tiene un centro literario bien definido, de forma que el literato ligur —rara ave, la verdad— es también ave migratoria” (ambos textos se hallan en el volumen póstumo Emigrante en París).
Entre los libros posibles que se entrecruzan en Si una noche de invierno un viajero, no parece el menos evidente el que ha publicado Italo Calvino con ese nombre, cuyo autor le escribe al lector: “Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor: No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en esos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que recuerdas. ¿Es una desilusión?”
Como, no sin ironía, lo advertía Calvino, ser un escritor de libros diversos, en los que parece que no se le puede reconocer, despierta desconcierto, sospecha, recelo. Sin embargo, en el postfacio a Nuestros antepasados, Calvino recuerda que al principio “escribía relatos ‘neorrealistas’, como se decía entonces: Es decir, contaba historias sucedidas no a mí, sino a otros, o que me imaginaba que habían ocurrido o podían ocurrir.”
Intentó “escribir otras novelas neorrealistas, sobre temas de la vida popular de aquellos años, pero no salían bien, y las dejaba manuscritas en el cajón”. Comprendió que “era la música de las cosas que había cambiado” y creyó que “no era un auténtico escritor, era alguien que había escrito, como muchos, arrastrado por las olas de un periodo de cambios, y después la vena se me había secado”. Así, “hastiado de mí mismo y de todo, me puse a escribir, como pasatiempo privado, El vizconde demediado”.
A pesar de que las historias de partisanos escritas por un antiguo partisano al que se le consideraba un escritor joven y que escribía novelas neorrealistas suelen no interesar a algunos lectores de sus pasatiempos privados como Nuestros antepasados, a pesar de que no pocos de entre quienes han descubierto alguno de sus libros descreen que el escritor de las Las cosmicómicas es el mismo que el de La jornada de un escrutador, y que el que ha firmado La especulación inmobiliaria es el mismo que concibió el viaje reiterado por las cuatro estaciones de Marcovaldo, que es el mismo que imaginó observaciones sagazmente inocentes de Palomar; a pesar de todo eso, con escepticismo, resignadamente esos lectores aceptan que acaso puede ser el mismo escritor porque firma con el nombre de Italo Calvino. En todos esos libros se revelan los rasgos de un mismo personaje al que le gusta contar historias lúdicamente, en busca de complicidad, con un sentido del humor placentero que acaso sugiere una crítica sin insidia; todos esos libros pueden ser cartas del Tarot que cifran las historias de El castillo de los destinos cruzados, que parecen ajenas, pero conforman el universo. Adivino que una de esas cartas contiene a una rara ave ligur, a un ave migratoria que se conoce bajo el nombre de Italo Calvino.