Cada día, a cada momento, se suceden conversaciones similares, acaso idénticas en diversos lugares, en distintos idiomas entre gente conocida y desconocida. Se trata de la misma conversación con las mismas palabras o sus equivalentes y las mismas frases que no dejan de repetirse acerca del sol y la lluvia, de hallazgos elementales como “los muertos no pueden defenderse”, de tautologías como “los negocios son los negocios”, de despropósitos públicos, de remedios, de supuestos secretos de cocina, de la familia y la vida conyugal, de comentarios al devenir diario, a caracteres ineludibles y a espectáculos comunes, de perros y gatos, del bien y del mal, de Dios y del Diablo.
En el prólogo a su traducción de Tres cuentos y Diccionario de tópicos de Gustave Flaubert, Consuelo Berges sostiene que en “el Dictionnaire des idées reçues, Flaubert acomete contra su verdadera béte noire, la que le horrorizó toda la vida, y que no era, como dice Sartre, las palabras tout court, sino las palabras necias, las palabras vacías, el lugar común, la frase hecha, la definición consabida, el hablar por hablar, el repetir sobre cada tema, sobre cada hecho, sobre cada suceso, sobre cada palabra que surge en la conversación ‘burguesa’, lo que se ha oído siempre, lo que se ha dicho siempre, lo que hay que decir siempre, lo que se dice siempre, sin pasar por la censura de la inteligencia.
“El Dictionnaire es eso y es —al menos en la génesis y en la intención— algo más que eso, algo más que una caricaturización de los clichés convencionales. Lo demuestra el larguísimo periodo de gestación, que dura casi toda la vida de Flaubert”.
Aunque sabía que suele decirse que el diccionario “es sólo para los ignorantes”, con ironía crítica, Flaubert anotó y definió muchas de esas frases e ideas hechas que no dejan de repetirse en Francia y también resultan comunes en lugares como Italia, Australia, México. Quizá no temía que ironizar acerca de los lugares comunes puede importar un lugar común.
También en el siglo XIX, los tópicos inquietaron a Leon Bloy, que se consideraba “el mendigo ingrato” y al que Borges definió como “despiadado panfletario” y “coleccionista de odios”. En el primer año del siglo XX (algunos lo creen el segundo) se imprimió su Exégesis de lugares comunes, en el que se propuso “arrancar la lengua a los imbéciles, a los temibles y definitivos idiotas”. Deploraba “el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que vive y parece vivir sin sentirse un solo día solicitado para la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible burgués, está necesariamente limitado, en su lenguaje, a un limitadísimo número de fórmulas. El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es tan extremadamente exiguo, que no va más allá de algunas centenas”.
Los refranes, que preservan sabiduría popular con hallazgos literarios, suelen decirse como para recordar que ya habían augurado aquello que no deja de suceder. Quienes reiteran lugares comunes lo hacen por no tener qué decir y no saber acogerse al silencio, y no pocas veces creen que esos remedos de ideas se les ha ocurrido a ellos y que la ocurrencia resulta memorable y, cuando oyen que otro profiere la misma ocurrencia, no sin desdén, aducen: “Sí, ya lo había pensado...” lo cual, evidentemente, también es un lugar común.