En los siglos que, sin prescindir de cierta idea de eternidad, se conocen como Edad Media, en los caminos, bosques, campos, playas y ciudades de Europa también abundaban predicadores y profetas. “Nosotros, lectores de periódicos”, escribió Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media, “apenas podemos representarnos el poderoso efecto de la palabra hablada sobre un espíritu ingenuo e ignorante”. Refiere que cuando el hermano Ricardo abandonó París luego de haber predicado 10 días sucesivos desde las cinco a las 10 o las 11 de la mañana en el cementerio de los Inocentes, bajo cuyas galerías estaba pintada la Danza de la muerte, creyendo que predicaría el domingo en Saint Denis, acaso 6 mil personas “salen el sábado por la tarde de la ciudad para asegurarse un buen puesto y pasan la noche en el campo”. Donde predicaba Vicente Ferrer “era necesario un vallado de madera para protegerlo con su séquito de la muchedumbre, que quisiera besarle la mano o el hábito”. Muchos dejaban su casa y su servidumbre para seguir a todas partes “a cierto hermano Tomás que se hacía pasar por carmelita, pero que fue desenmascarado después como un impostor”.

“Junto a la Pasión y los Novísimos era, ante todo, la condenación del lujo y la vanagloria el tema con que los predicadores populares conmovían tan profusamente a su auditorio”. Algunos hacían encender piras de objetos de lujo y vanidad. “Era la forma ceremonial en que se había encarnado el arrepentimiento y la aversión a la vanagloria y los placeres”.

No faltaban, sin embargo, los que clamaban contra el gobierno, como el franciscano Antoine Fradin, al que por eso se le prohibió predicar en París, y había muchos que anunciaban el fin de los tiempos, el nacimiento del Anticristo en Babilonia, la Segunda Venida del Salvador, el Juicio Final y la instauración del Reino. Norman Cohn sostiene en En pos del Milenio, que algunas profecías procedían del Libro de Daniel, que se consideraba una escritura sagrada que predecía el futuro. No pocos profesaban, acaso sin saberlo, lo que se ha conocido como “milenarismo”: “la crencia del algunos cristianos”, refiere Cohn, “basada en la autoridad del Libro de la Revelación (20, 4-6), que dice que Cristo, después de su Segunda Venida, establecería un reino mesiánico sobre la tierra y reinaría en ella durante mil años antes del Juicio Final”.

Entre los movimientos y sectas milenaristas de la Europa medieval se hallaban los llamados “espíritus franciscanos”. “La mayor parte de ellos renunciaban a una gran riqueza para hacerse más pobres que los mendigos y en su idea, el Milenio debía ser una era del Espíritu en la que toda la humanidad se uniría en la oración, la contemplación mística y la pobreza voluntaria. En el otro extremo se hallaban los movimientos y sectas milenaristas que se desarrollaron entre los desposeídos de las ciudades y los campos. La pobreza de esa gente era todo menos voluntaria; vivían en una inseguridad extrema e inexorable, y su milenarismo fue violento, anárquico y, a veces, revolucionario”.

Algunos de esos predicadores se creían profetas, otros apóstoles y no faltaban los que aseguraban ser el mesías. Pueden parecer legendarios e inverosímiles, pero no han dejado de persistir adoptando formas a veces perturbadormente seductoras.

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