Desde el siglo XIX , en ciertas instituciones míticas que la pudorosa actualidad conoce como “ hospitales psiquiátricos ” (sospecho que hasta que algún purista al uso lo considere denigrante), tácitamente habitaba por lo menos una de las encarnaciones posibles de Napoleón .
Simon
Leys
imaginó en La muerte de Napoleón , recuerda Patrice Gueniffey , que Napoleón Bonaparte se evadía de Santa Elena, donde un doble lo suplantaba. Maquinaba otro regreso apoteósico, pero el doble se moría y el único hombre que lo había reconocido lo conduce a una casa “cuyas puertas estaban cerradas con cerrojo, en la que se encuentra en presencia de toda suerte de Napoleones más o menos parecidos que tienen extrañas conversaciones y se comportan de un modo raro”.
En Bonaparte 1769-1801, Gueniffey sostiene que “Napoleón interpretó todos los personajes: patriota corso, revolucionario jacobino (pero no demasiado), cercano a los políticos moderados que quieren salvar la monarquía (pero no por mucho tiempo), termidoriano (pero defensor de Robespierre ), conquistador, diplomático, ‘héroe, emperador, mecenas’, dictador republicano, soberano hereditario, hacedor y demoledor de reyes, y hasta monarca constitucional en 1815 (si se toman en serio las instituciones creadas en la época de los Cien Días). Había en él algo de prestidigitador; también de Leopoldo Fregoli . No sólo cambiaba de papel y vestuario según las circunstancias, sino también de nombre, incluso de apariencia”.
Desde mucho antes de su muerte, hace cien años, no han dejado de proliferar representaciones y evocaciones de Napoleón por medio de la pintura y la escultura, de la literatura y la música, de biografías, de estampitas de papelería y, por supuesto, del cinematógrafo. Abundan las que deberían resultar inverosímiles y pocas coinciden en sus rasgos esenciales; quiero decir que no se parecen, y, sin embargo, puede reconocerse en ellas a ese hombre que todavía marca la historia de lo que llaman humanidad y que también prevalece como un mito que se ha revelado asimismo perturbador.
Tampoco Joseph Roth se resistió a la tentación de recrear al personaje que fue haciéndose el que se nombró Napoleón Bonaparte. En una carta a Stefan Zweig , fechada en París, el 21 de agosto de 1935, confesaba que le debía a la editorial De lange, de Amsterdam, Los cien días, que “está terminada”. En otra, del primero de septiembre de 1935, que “mis Cien días no tienen tan mal aspecto como manuscrito” y en una más, del 12 de octubre de 1935 escribió: “Mi novela Los cien días apareció ayer. Le envío hoy un ejemplar. Por favor, avíseme recibo de esta carta y del ejemplar”.
Helmuth Nürnberger
refiere que escribió Los cien días en el sur de Francia, en una casa que compartía con Hermann Kesten y Heinrich Mann , que se dedicaba a su Enrique IV . Su exultación por el tema la perdió en el proceso. En una carta a René Schickele reveló: “Es la primera y última vez que hago algo ‘histórico’. El golpe tiene que ser acertado. El Anticristo en persona me ha inducido. Es indigno, simplemente indigno, querer remodelar acontecimientos establecidos. Y también es irrespetuoso. Hay algo impío en ello. No sé exactamente por qué”.
Roth sostenía: “He escrito libros malos , pero nunca mentirosos”. Su libro sobre Napoleón no parece de él. Trata del regreso de Napoleón, que parece que no pocos esperan y algunos persisten en tratar de encarnar.