Se dice que a un mexicano no se le puede decir que maneja mal y que habla mal inglés. Su destreza automovilística la demuestra incesantemente, sobre todo, en lo que durante un par de siglos fue el Distrito Federal, por medio de las notas injuriosas de ese invento sonoro que parece imprescindible para los “ases del volante”, que también practican el ciclismo y la motocicleta: el claxón; por medio de gestos y señas reiteradamente amenazantes, de lo que llaman “accidentes de tránsito”, que no pocas veces se reproducen en la primera plana de El Gráfico con un encabezado certero como “Era Jetta”. Su cultivo del idioma inglés puede advertirse en los anuncios de las academias prestas a enseñarlo y las calles, no sólo de Polanco, que abundan en letreros engañosamente comerciales que corroboran que el inglés puede ser un ardid: se puede llamar outlet, por ejemplo, a lo que nuestros vecinos del norte saben que se trata de una “barata”, de una “venta de bodega”, de un “roperazo”; de las sobras...
Reiteradamente, en sus artículos periódicos, que devinieron libros, El dardo en la palabra, Fernando Lázaro Carreter sostenía que “los pedantes ígnaros, que, para darse mayor lustre, sustituyen la palabra propia por otra que juzgan más docta pero que significa algo muy distinto, son especialmente conmovedores”. Menos como una evocación napoleónica que como una afectación remota, todavía hay quien recurre a expresiones francesas y a galicismos, pero entre aquellos que cifran su pensamiento en la palabra “güey”, parece imperar la superstición de que es muy cool recurrir a palabras inglesas cuyo significado derivan de un sobreentendido al uso. En la calle, en el Metro, en lo que queda de algunas cantinas he advertido que se trata de un puñado de palabras, que pueden contarse con los dedos de la mano; una de ellas es fake —no quiero averiguar si sus usuarios exclaman “O my God!” cuando fornican...