En el laúd yo sólo toco recuerdos
Robert Walser
Entre los relatos populares que los filólogos hermanos Jacob y Wilhelm Grimm recrearon por medio de la escritura como una forma de preservarlos y valorarlos, no parece el menos conocido el de Der Rattenfänger von Hameln, el cazador de ratas de Hamelín, también llamado Die Kinder zu Hameln, los niños de Hamelín, que Goethe convirtió en poema, el cual Hugo Wolf hizo Lied, y al que no sin pudor, en español se alude como “El flautista de Hamelín”. Quizá las versiones impresas de los hermanos Grimm de esos cuentos populares no han dejado de deparar otras versiones, que sospecho que no dejarán de derivar en otras versiones, pero en ninguna de ellas he podido hallar el destino de la flauta rústica, die Pfeife del cazador de ratas ni si el influjo que obraba sobre roedores y niños procedía de la flauta o del ingenio del flautista al que le era dada la conjunción de sonidos prodigiosos.
Un instrumento musical puede inducir asombros y misterios. Jan Swafford recuerda al comienzo de Por amor a la música que “probablemente parte integral de la humanidad desde el principio, dejó su rastro en instrumentos y en el arte que se remontan a los albores de nuestra especie. Los instrumentos más antiguos que se han encontrado, de la época de las cavernas, son flautas hechas de marfil de mamut y huesos de ave que tienen unos 40 000 años de antigüedad. Tienen cuatro agujeros, lo suficiente para proporcionar una escala sencilla. Los huesos más antiguos con agujeros perforados, que podrían ser flautas, se remontan a más de 80 000 años; los fabricaron los neandertales”.
Un simple instrumento musical puede deparar historias insospechadas que no dejan de derivarse en otras historias. El devenir de los instrumentos musicales se halla marcado por el de quienes los animan para hacerlos sonar y a veces encuentran en ellos sonidos secretos. Algo de la historia de quienes poseen o tocan un instrumento musical está asimismo determinada por ese instrumento, a veces condenado al silencio.
Con el fervor que le profesan a ciertos músicos a los instrumentos que les han sido dados, Carlos Prieto ha recreado devotamente la biografía del violonchelo con el que se conjunta desde 1979. Sabía que ese rastro tenía su origen en Cremona, en el taller de Antonio Stradivarius, que había sido aprendiz y ayudante de otro laudero legendario, cuyos instrumentos no dejan de deparar prodigios: Nicolo Amati. Sabía asimismo que debía su nombre a un violonchelista acaso mítico del siglo XIX, Alfredo Piatti, aunque en un tiempo se conoció como el “Violonchelo Rojo” y con frecuencia debe adoptar el de Chelo Prieto en los boletos y pases de abordaje de sus incesantes travesías aeronáuticas para eludir dilatadas explicaciones burocráticas, pero su curiosidad le ha permitido indagar minucias de su devenir que casi coincide con el de un camión de la basura en Nueva York. Esa biografía derivó en un libro que, con su contundente entendimiento, Álvaro Mutis sentenció que su “sólo título es ya una promesa de buenos ratos”: Las aventuras de un violonchelo.
La conjunción de Carlos Prieto con el violonchelo ha derivado en la conversación con obras diversas y con compositores que han escrito para ellos como Mario Lavista, Eugenio Toussaint, Joaquín Gutiérrez Heras, Manuel Enríquez. También ha incitado libros de Carlos Prieto naturalmente amistosos, amables, en los que la erudición se vuleve grata, como esa plática que suelen sostener ciertos mexicanos, que no prescinde de remembranzas cultivadas con afecto; el más reciente de ellos, Mi vida musical, acaba de ser publicado por El Equilibrista con fotografías señeras y no puede dejar de hojearse y leerse con la felicidad con la que se repasa un album familiar.