Eran tiempos en los que la librería de Polo Duarte ya parecía legendaria. Se llamaba Libros Escogidos y había estado primero en el número 17 de la Avenida Hidalgo, donde, refiere Juana Zahar Vergara en Historia de las librerías de la Ciudad de México, se reunían, entre otros, Manuel Toussaint, Francisco de la Maza, Ignacio Merino, Salvador Novo. En 1960 tuvo que mudarse al número 81 por la construcción del Seguro Social. En 1979 los “echan”, recordaba Polo Duarte, “porque en la zona que abarca Avenida Hidalgo, Valerio Trujano y Paseo de la Reforma piensan poner una gran unidad bancaria. No estaría mal sugerirle a esos señores que los libros no están reñidos con el dinero; ojalá que en los sótanos de los bancos o donde sea monten librerías” (no deja de ser un signo aciago que en tiempos del virus los bancos hayan sido considerados “esenciales” y las librerías, no).

No se trataba de un expendio de novedades. En ella podían descubrirse curiosidades literarias y prodigios bibliográficos, hallarse ediciones preciadas y libros descontinuados por el comercio, propiciarse una conversación y encontrarse con un amigo. En el nuevo lugar de la vieja librería se reunían los sábados, entre otros, Simón Otaola, Juan Rejano, Pepe de la Colina, Gerardo de la Torre, José Agustín, Juan Bañuelos.

Hacía un par de años que Efraín Huerta había publicado Circuito Interior, en el que perseveraba su amor por la ciudad y cuyo título aludía a una reconstrucción de avenidas para convertirlas en un tránsito de coches y camiones de gente y carga en detrimento de casas y peatones.

Por esos días, mi amigo Renato Sales había ganado en una apuesta de billar un libro que parecía inconseguible, Poesía 1935-1968, de Efraín Huerta, editado por Joaquín Mortiz. Eramos preparatorianos. Buscábamos librerías como nos decían que había sido la de Polo Duarte, que se había mudado a Santa María la Ribera, pero, decían, ya no era igual. Hacíamos excursiones a la Librería Parroquial de Clavería (que todavía existe) y supimos de una que se llamaba Arreolarte.

Una tarde de jueves caminamos por las gratas calles de la colonia Cuauhtémoc y en Río Nilo nos detuvimos en los aparadores de la librería que buscábamos, hechos de libros para nosotros míticos. Adentro, un hombre leía. Cuando entramos, se suscitó con él una conversación inmediata acerca de literatura, de ediciones, de curiosidades. Era afable, de hablar pausado y un sentido del humor amablemente soterrado; se trataba de Orso Arreola, que murió la semana pasada.

Luego de la desaparición de esa librería, supe de otras aventuras bibliográficas suyas, algunas con la complicidad de otro fervoroso de las ediciones peculiares: Xorge del Campo. Tuvimos diversos encuentros circunstanciales, siempre entre libros. Cuando preguntaba por él en Guadalajara, me decían que creían que estaba en Zapotlán, y cuando preguntaba por él en Zapotlán, me decían que creían que estaba en Guadalajara.

Hace un par de años, como acostumbraba, después de tomar café en el Madoka, hacia el mediodía, entré en la librería Cervantes, en Avenida Juárez, en Guadalajara. Entre diversas ediciones de distintos años, Orso Arreola platicaba con dos asiduos a la librería y con Alberto Cervantes, el dueño, al que le comentamos sonriendo que los libreros eran una especie en extinción.

Quedé con Orso de buscarlo en Zapotlán.

Fue la última vez que lo vi.

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