Podía parecer un trashumante que iba de cantina en cantina, pero parecía asimismo permanecer en todas: en el Montmartre, “un baño con servicio de bar”, según Vicente Quirarte, en la calle López, en lo que era el Distrito Federal, que persevera en La leyenda de una máscara, el film de José Buil, donde bebía con él, con José Francisco Conde Ortega, Francisco Cervantes, Vicente Francisco Torres, Severino Salazar, Rolando Rosas Galicia, Arturo Trejo Villafuerte, Marcial Fernández; en La Cucaracha, que se convirtió en El Lobo Estepario, en la calle Gante; en La Mariscala, en el pasaje inverosímil que conducía al cine del mismo nombre, en Juan Ruíz de Alarcón, casi frente al Teatro Blanquita; en el Salón Palacio, en Rosales e Ignacio Mariscal, cerca del periódico El Nacional, con el Ciudadano Salvador Camelo, Jorge López Páez, Juan José Reyes, Pepe de la Colina, Ernesto Herrera, Dionisio Morales, José Luis Martínez S., en...
Fue Juan José Reyes, un lector crítico y confiable, quien me aseguró que ese hombre, que no podía dejar de tener algo de legendario, era un muy buen lector; uno de los que más literatura mexicana había leído. Desde 1978, su nombre se ha imprimido consuetudinariamente en periódicos, revistas, libros; se llamaba Ignacio Trejo Fuentes “bien informadas que pidieron no ser identificadas”.
No sin orgullo, recordaba que, entre los maestros que había tenido cuando estudiaba periodismo y comunicación en la antigua Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, se hallaban Miguel Ángel Granados Chapa, Julio Scherer, Froylán López Narváez, y sostenía que, desde 1978 hasta hace un par de años, no había “dejado de publicar por lo menos una reseña semanal”. Consideraba que había practicado tres formas de ensayar la crítica: la reseña periodística, que se rige por la actualidad, “por la premura de leer un libro de reciente publicación para decirle al lector del periódico de qué se trata y si vale la pena comprarlo”; la crítica de investigación, que ejerció en su tesis de licenciatura en la UNAM, Faros y Sirenas (aspectos de la crítica literaria), y la de una maestría “en una universidad gringa”, De acá de este lado (una aproximación a la novela chicana), y la crítica creación en, entre otros libros, Tres tristes tópicos (la narrativa de Sergio Galindo), Lágrimas y risas (la narrativa de Jorge Ibargüengoitia) y Guía de pecadoras (personajes femeninos en la novela mexicana del siglo XX).
Inexorablemente, acaso con compulsión, tampoco dejaba de escribir crónicas que podían parecer cuentos y novelas en las que puede adivinarse algo de autobiografía como Crónicas romanas, que recrea la antigua colonia Roma, actualmente convertida en boutique condescendiente, en la que vivió cuando llegó a vivir en lo que era el Distrito Federal; La fiesta y la muerte enmascarada. El Distrito Federal de noche, con parada fantasmal en la Cruz Roja; El vaquero más auténtico que existió, que procede de su infancia y adolescencia en Pachuca, marcadas por un barco en un tiradero de basura. En su escritura pueden reconocerse las formas claras, sin elusiones ni artificios, lúdicas, prestas a los juegos de palabras que mantenía en su conversación, que no dejaba de prolongarse días y noches en cantinas y en tugurios y en su casa... Esa conversación perdura en sus libros (entre los amigos se dice que dejó tres o cuatro inéditos), luego de su muerte la tarde en Pachuca del último jueves de mayo.