2020, el principio de otros años 20, se propuso como un año para celebrar a Beethoven, entre otras cosas, porque hubiera cumplido 250 años de haber nacido, aunque se desconoce el día preciso en el que ocurrió en Bonn. Un virus desconocido que ha producido una pandemia, se sabe, trastocó lo que se creía “el curso natural de los días” en los que también se hubiera sucedido esa celebración.

La biografía de Ludwig van Beethoven estuvo marcada por la enfermedad: de niño padeció viruela y a los 17 años confesó que “todo el tiempo he estado afectado por el asma. Me preocupa que se convierta en tuberculosis; además está la melancolía, que es una calamidad tan grande para mí, como mi enfermedad”.

En Músicos y medicina, Adolfo Martínez Palomo recuerda que, entre las enfermedades que lo aquejaban, había una a la que llamaba su “enfermedad habitual”. Sin embargo, advierte el doctor Martínez Palomo, ese padecimiento ha interesado poco a sus biógrafos e infiere que “es posible concluir que sufrió de enfermedad de Crohn, comúnmente traducida en dolor abdominal, cólicos, diarrea, náusea y malestar general”.

Fue, sin embargo, una enfermedad que pretendió que permaneciera secreta, la que no ha dejado de convertirse en algo semejante a un estigma; obviamente me refiero a la sordera. Muchos de aquellos que no se interesan por su música, saben que era sordo, que era un músico sordo. Beethoven comprendía que esa paradoja podía propiciar un escarnio. “Debo confesar”, le escribió al doctor Franz Wegeler, “que tengo una vida miserable. Durante dos años no he asistido a ninguna reunión social porque encuentro imposible decirle a la gente que estoy sordo. Si tuviera cualquier otra profesión sería capaz de sobrellevar mi problema, pero en mi profesión esto sería una enorme desventaja. Y mis enemigos, que tengo bastantes, ¿qué dirían cuando supieran esto?”

La sordera de Beethoven también importa conjeturas. Se desconocen médicamente sus orígenes. El doctor Martínez Palomo considera que se trata de “un defecto de audición neurosensorial: un problema del oído interno o del nervio acústico”. No son pocos los que sospechan que ese padecimiento le propició una independencia rigurosa, lo indujo a renunciar a ser un pianista virtuoso, a aislarse socialmente, a oír sólo a su oído interno, sin distracciones frívolas ni tentaciones de la moda, dedicado a cultivar los sonidos que lo habitaban, que lo animaban, como se lo escribió a sus hermanos Carl y Johann el 6 de octubre de 1802: “Sólo un poco más y hubiera terminado con mi vida. Es el arte y sólo el arte lo que me detuvo, porque me pareció imposible dejar este mundo antes de lograr todo aquello de lo que me siento capaz”.

Su sordera creciente también ha deparado una memoria fragmentada de algunas de sus conversaciones cotidianas, pues Beethoven llevaba siempre una libreta para que sus interlocutores anotaran lo que querían decirle. Se conservan 137 de esos cuadernos que incitan a adivinar algo de esas conversaciones que, como imaginó Alejo Carpentier, transcurrían “en un constante calor de vinos finos, cerveza de Ratisbona, mostos del Rin; en un constante banquete de ostras venecianas, faisanes de Bohemia, ocas de Pomerania, anguilas, salchichas, patos asados, que nos restituye un Beethoven singularmente voluptuoso, conversador, humano, bien distinto del eterno torturado que algunos se empeñan en ver en él”.

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