“Esa jornada populosa me deparó tres heterogéneos asombros”, escribió Borges en “Anotación al 23 de agosto de 1944”: “el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler”.
En Londres empezó a celebrarse espontáneamente la victoria antes de que se anunciara que la madrugada del 7 de mayo el general Jodl, en nombre del almirante Dönitz, que había sido nombrado presidente del Reich por Hitler en el testamento que dictó pocos días antes de suicidarse, y del Oberkommando des Heeres firmara un documento de rendición en el cuartel general de Eisenhower, en Reims. “El general Susloparov, primer oficial de enlace soviético adscrito al SHAEF”, refiere Anthony Beevor en Berlín. La caída: 1945, “firmó en ‘representación del alto mando soviético’. Stalin montó en cólera al recibir la noticia, dado que la rendición debía haberse firmado en Berlín, dirigida por el Ejército Rojo, que había tenido que afrontar la mayor parte de la lucha”.
El Ejército Rojo había empezado a tomar Berlín desde abril de 1945. “Quienes gozarían de mayor gloria serían aquellos que tomaran el Reichstag”, ha escrito Beevor, “el objetivo seleccionado por Stalin para representar la conquista total de la ‘guarida fascista’”. El asalto al Reichstag se había planeado para el día 30 de abril para que pudiera anunciarse durante las celebraciones del primero de mayo en Moscú, donde se recibió la noticia de que ya se hallaba en poder del Ejército Rojo, pero todavía “se luchaba en medio del caos, se escaparon dos hombres del destacamento abanderado y echaron a correr hacia el tejado con la enseña roja. Lograron llegar a la segunda planta antes de que los detuviera el fuego de las ametralladoras. El regimiento aseguraba que la segunda tentativa se completó por fin a las once menos diez de la noche, hora a la que ondeó la bandera roja”.
Debido a que “la propaganda soviética estaba obsesionada con la idea de capturar el Reichstag para el día 1 de mayo”, Beevor duda de ello porque al día siguiente “la batalla que se libraba en el interior del Reichstag no había menguado su carácter salvaje, lo que convirtió en poco más que una farsa la izada de la bandera roja triunfal antes de la medianoche del Primero de Mayo”.
El día estaba muy avanzado cuando el fuego cesó finalmente en Berlín. Alrededor de “la mujer alta”, como llamaban los soviéticos a la Siegessäule, la Columna de la Victoria, en Tiergarten, se formaron celebraciones espontáneas. “Los tanques están tan cubiertos de flores y enseñas rojas”, escribió Vasily Grossman, “apenas si puede verse la carrocería. Los cañones tienen también flores en su interior cual árboles en primavera. Todos bailan, cantan y ríen. Cientos de bengalas de colores surcan el aire. Todo el mundo saluda a la victoria con salvas de metralletas, fusiles y pistolas”. Beevor acota que “Grossman supo más tarde que muchos de los que festejaban el fin de la guerra eran ‘los muertos vivientes’. En su desesperada búsqueda de alcohol, los soldados habían tomado barriles de metal que habían encontrado en las cercanías y que contenían disolventes industriales. Tardaron al menos tres días en morir”.
Cuando, luego de firmar la rendición, el almirante Friedeburg, el general Stumpff y el mariscal de campo Keitel salieron de la sala situada en el edificio en el que se habían hallado los comedores del Colegio Alemán de Ingeniería Militar de Karlhorst, el comandante supremo de las fuerzas aéreas Tedder, segundo de Eisenhower, los generales Spaatz y De Lattre de Tassiony y el mariscal Zhukov, entre otros, “comenzaron a hablar en tono alegre y chocar las manos. Los oficiales soviéticos se daban grandes abrazos de oso, la fiesta que siguió al acto, en la que no faltaron las canciones ni las danzas, se prolongó casi hasta el amanecer. El propio mariscal Zhukov bailó la Russkaya, lo que provocó sonoros vítores de sus generales. Desde el interior podían oír las explosiones que se producían en toda la ciudad a medida que los oficiales y soldados hacían estallar la munición que les quedaba contra el cielo nocturno a modo de celebración”.
El reciente 8 de mayo del año de la pandemia se cumplieron 75 años de aquel día. Pero no pudo haber actos multitudinarios. Aviones de la Royal Air Force de aquellos tiempos volaron sobre Gran Bretaña mientras en algún lugar de la costa de Escocia un gaitero tocaba solitariamente vestido de kilt. La televisión volvió a transmitir el discurso de la victoria de Churchill y difundió otro de la reina Isabel II. “Miles de británicos”, informó Gonzalo Cañada, del periódico español La Razón, “pudieron rendir su particular homenaje desde sus casas, engalanando sus jardines para la ocasión y brindando con sus vecinos a distancia”. En París, el presidente Emmanuel Macron recorrió los Campos Elíseos vacíos hasta el Arco del Triunfo y depositó una ofrenda floral en la Tumba del Soldado Desconocido donde cuatro mujeres cantaron “La Marsellesa” ante media docena de invitados. Tuvo que cancelar su viaje a Moscú para asistir al ingente desfile con el que se acostumbra celebrar lo que llaman el Día de la Victoria, que debió suspenderse. En la Neue Wache, el monumento a todas la víctimas de las guerras y de los dictadores en Berlín, el presidente Frank Walter Steinmeier y cuatro personas más, entre ellas la canciller Angela Merkel, rindieron homenaje a los caídos con ofrendas florales. “La memoria no es una vergüenza”, sostuvo Steinmeier en su discurso, “el negacionismo sí es una vergüenza”.