Es preciso que estemos alertas si deseamos
comprender el agua en todos sus disfraces
Philip Ball
La existencia de un río parece perpetua. Sus diversas transformaciones pueden permanecer ignotas y acaso persisten en el eterno retorno. Aún sin agua, su curso natural permanece como más que un rastro. Aunque se pretenda desviarlo con artificios, ese curso se mantiene latente, a pesar de que se perpetren construcciones en él, a pesar de que aparentemente haya desaparecido, en cualquier momento puede regresar a su origen.
Hay ríos que se presienten sagrados como el Jordán, que conforma la Biblia, o el Ganges, que surcaba los cielos con sus aguas, que es Ganga, la hija del Señor de la Montaña, que “descendió de los bosques como un rayo de luz”, en el que, refiere Joseph Kessel, se bañan los elefantes de los últimos nababs y los más andrajosos peregrinos, en el que “todas las mañanas, al amanecer, los sabios celebran la renovada unión del sol con el río”, cuyas aguas poseen el poder de absolver, de redimir, de salvar.
La búsqueda del origen de un río puede importar una fascinación obsesiva, exploraciones e historias novelescas, disputas legendarias. Cuando la Revolución Industrial ya era más que una amenaza, el capitán Richard F. Burton, que se consideraba “un bárbaro aficionado”, hablaba 19 lenguas y muchísimos dialectos, había peregrinado a la Meca como un impostor de la fe y había profanado el Harar antes que Rimbaud, le propuso a la Royal Geographical Society y a la Compañía de Indias Orientales “una exploración de las por entonces ignotas regiones de los lagos del África Central”. Leyó lo relativo al Nilo y a sus fuentes, refiere Edward Rice, en Estrabón, en Ptolomeo, en obras árabes. Examinó los mapas antiguos e investigó las Montañas de la Luna, que volvían locos a los hombres al verlas. Sin embargo, mantuvo en secreto su propósito: encontrar el río NIlo y sus fuentes más allá del lago Tanganica.
Entre los miembros de la expedición se hallaba John Hanning Speke, al que traficantes de esclavos árabes le habían indicado la existencia de un lago a tres semanas de Kazeh. Burton creía que el origen del Nilo se hallaba en Urundi, la región de los grandes lagos.
Medio ciego, agotado por la disentería y la fiebre, Speke encontró el mar interior del que hablaba Eratóstenes: el lago Nyanza, al que llamó Victoria en honor a su reina.
Londres, la Royal Geographical Society y los periódicos de Fleet Street fue donde sucedió la disputa entre Burton y Speke, que no prescindió de argumentos, conjeturas, pruebas, difamaciones, venganzas, y no terminó con la muerte de Speke al dispararse una escopeta; “era un accidente de caza”, ha escrito Georges Reyer, “pero se parecía terriblemente a un suicidio”. Se ha demostrado que los dos, Burton y Speke, no estaban errados.
En El Danubio, publicado en 1986, Claudio Magris descubrió que la fuente de ese río mítico no se halla en la fuente de Breg, ni en el parque de los Fürstenberg en Donaueschingen, sino en un grifo de agua.
Leonardo da Vinci sostenía que “el agua es el vehículo de la naturaleza” y sabía que el ser humano también está hecho de agua. Quizá puede desecarse como un río o convertirse en concreto armado susceptible de desquebrajarse.