Como el mar, como la montaña, como el cielo, como el desierto, la selva no deja de despertar asombro, que puede convertirse en fascinación incitante, que a su vez puede derivar en una obsesión peligrosa.
Hace 100 años, el martes 25 de noviembre de 1924, en librerías de Colombia empezó a venderse La vorágine, de José Eustasio Rivera, que estuvo en México en 1921 como miembro de la “embajada especial” de Colombia para la celebración de las Fiestas del Centenario de la Independencia. Según Fernando Curiel, en la introducción a la edición de la UNAM, que se sustenta en el Horizonte humano, de Eduardo Neale-Silva, el origen de esa novela puede hallarse en un viaje que Rivera emprendió a Sogamoso, donde “había realizado negocios ganaderos con dos personas que incumplieron sus compromisos. Con el objeto de desmantelarlos, va a dicho lugar y un buen día, maduradas ya sus imágenes de los llanos, comienza a escribir La vorágine”.
La selva también puede parecer una huída y un refugio propicio para fugitivos. La de la novela que José Eustasio Rivera le atribuye a Arturo Cova es una fuga paradójica de dos amantes que no se aman, pero que no prescinde de un principio caballeresco de un seductor, y a los que la selva seduce con asombros exhuberantes y que termina por determinarlos y conformarlos irremisiblemente como a muchos hombres, como acaso a todos los hombres que se aventuran en ella.
“Esteros, ríos, manglares, aguas rojizas y podridas, selva del sur, sofocante, bahía olorosa y muerta en Chetumal... Lluvia y lodo. Así es la selva chiclera, es la selva celosa de sus tesoros, es la selva asesina y fascinante. Miasmas que ahogan, aguas que se pudren en su inutilidad y que pudren los cuerpos y las almas de los hombres...” escribió Rafael Bernal al inicio de Caribal. El infierno verde, que se vendió en los puestos de periódico en 16 entregas semanales desde el 4 de septiembre de 1954 hasta el 5 de enero de 1955, en cuadernillos publicados por el periódico La Prensa, que costaban un peso o “0.10 dólares en el extranjero”, y que CONACULTA imprimió como libro en 2002 con edición y presentación de Vicente Francisco Torres y un estudio de Alfonso de Maria y Campos, uno de los incitadores más decididos de su publicación.
“Antes de aparecer en el periódico La Prensa, había tenido una versión radiofónica”, recuerda Vicente Francisco Torres. “Es decir, había sido la novela Palmolive con la que tanto ironizaba Filiberto García, el protagonista de El complot mongol”, el libro más conocido de ese escritor desconocido, vario, que fue Rafael Bernal.
“Caribal no era propiamente una novela sino una serie radiofónica (una soap opera), que ya impresa era una serie de cuadernitos lamentables en todo concepto. Cosas del hambre”, le escribió Rafael Bernal el 27 de noviembre de 1967 desde Lima, Perú, a Lee Lockett Fletcher, que trabajaba en una tesis sobre él en la University of Texas at El Paso.
Entre las diversas formas literarias que Rafael Bernal practicó con naturalidad, el divertimento no resulta la menos grata. Vicente Francisco Torres ha conjeturado que quizá Bernal había abjurado de Caribal por su edición pedestre, porque se trataba de un folletín que lo obligaba a terminar cada cuadernillo con momentos de la trama que incitaran al lector a buscar el siguiente cuadernillo y porque “por razones comerciales, la novela tenia que alargarse lo más que fuera possible”. Quizá en ello puede hallarse algo del encanto de esa novella de un escritor múltiple, que conocía el rigor y la levedad, el campo, el mar, la selva y su gente.