El juego, se sabe, también ha deparado lenguajes, construcciones arquitectónicas, esculturas, formas de la pintura y la gráfica, formas de la música, formas de la literatura.

Naturalmente, hacia el fin de los años 20 del siglo pasado, la radiofonía propició una recreación verbal del juego, que se convirtió en parte de él y en ocasiones lo ha suplantado. En las cascaritas infantiles no faltan con frecuencia quienes las narran mientras juegan emulando a locutores de radio y televisión. Hace más de una década, un locutor de Monterrey convenció a miles de aficionados de que llevaran un radio portátil al estadio para que oyeran su narración, que no prescindía de la crítica, y para arengarlos a aplaudir, a echar porras, a gritar, al abucheo, a la rechifla, a reprobar e injuriar a jugadores y, por supuesto, al árbitro.

Dicen que Pedro Septién se convirtió en el Mago al crear en una narración radiofónica nueve entradas de un encuentro de beisbol que no se pudo jugar. Por el contrario, paradójicamente, aunque quizá se trata de una invención que merece ser cierta, según un amigo historiador, la noche del 29 de julio de 1976, hacia el silbatazo final del match que al empatar sin goles con el Atlético Potosino en el estadio Azteca, sentenció al Atlante a descender a la Segunda División por primera vez, Agustín González, Escopeta, concluyó con voz inusitadamente quebrada: “Esto es una tragedia; yo no puedo seguir hablando...” Y la radio se quedó en silencio electrónico.

Parece que hacia el principio de otro milenio, cronistas deportivos han prescindido de la épica lúdica que ha deparado una imaginación verbal insólita, sugerente y memorable hasta a partir de juegos anodinos, que ha convertido en personajes a jugadores ignorados con un apodo, que volvía perdurable una jugada en una frase, que arriesgaba un ingenio no pocas veces desaforado. Parece que se impone un cotorreo insulso de adolescentes que echan relajo comiendo papitas, chicharrones, cacahuates, churrumais y chupan cerveza mientras ven cualquier partido por televisión, y también la academia de los que comentan el futbol con afectación dizque intelectual, presumiendo una erudición carente del encanto de ciertas curiosidades, recurriendo a palabrejas al uso que consideran prestigiosamente “cultas” y “técnicas”, en las que creen que puede cifrarse el juego como si se tratara de metafísica y a veces teología.

En varios de los artículos periódicos que terminaron por conformar los libros El dardo en la palabra y El nuevo dardo en la palabra, Fernando Lázaro Carreter se detiene a examinar “la solidaridad profunda entre ciertos deportes y la jerga enigmática” y revela que “al igual que antaño se inventaron latinismos, ahora se fabrican vocablos deportivos de aspecto inglés, que causan perplejidad a britanos y yanquis. El centro de montaje de tales falsificaciones es Francia. Allí, a fines del siglo pasado se forjó recordman, y poco más tarde, al filo del nuestro, recordwoman. De la misma época es footing”. Revela que en París, hacia 1930, se creó pressing, que “en tiempos mejores del idioma, se llamaba simplemente presión y presionar”.

Ese artificio idiomático de cofradía no prescinde de derivaciones del lunfardo introducidas por jugadores, entrenadores, masajistas australes, tampoco de puristas que pretenden abolir el nombre de abanderado o juez de línea, como se ha llamado al original linier, para tratar de imponer el burocrático “asistente arbitral”, o que consideran incorrecto el clásico “tiempo de compensación” porque, alegan, es “tiempo de reposición” cuando acaso podría considerarse “tiempo perdido”. No sin susceptibilidad de humanistas seculares, practicantes del eufemismo, recientemente discuten acerca del significado y el uso de la palabra fracaso, que consideran excesivos y hasta injuria cuando se trata de una palabra certera que ha existido antes que la Armada Invencible, y que designa la triste historia consuetudinaria desde antes de Catar.

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