A un suicida no le puede temblar la mano. El escalofrío con que tiritaban las hojas del discurso de Pedro Castillo era el presagio de que su último acto como presidente, tal como el primero y todos los que hubo en el medio, sería otro acto fallido.
Perturbada la relajación natural del día previo a un feriado largo, y a punto de hundirnos una vez más en la irremediable tentación nacional por el fracaso, esa tembladera golpista que pudo haber sido trágica para el país empezó a dar señales de orfandad. Tenía dientes de leche. Detrás del trémolo había penuria, escasez. Eran la desesperación encubierta y el miedo silvestre del malhechor que en el fondo quiere ser capturado de una vez. Al cabo de un año y medio de hurto agravado y polarización como doctrina, esa rendición subliminal se presentaba como la salida incruenta a un callejón que parecía, gracias al Congreso, no tener salida.
Luego del mensaje golpista solo se escucharon grillos. No asomaba la menor señal de apoyo armado al golpe. Las calles seguían pensando en el feriado o en cuánto faltaba para los cuartos del final. Las instituciones tutelares empezaban a condenar la bravuconada temeraria con una pulcritud inusual en demostraciones de fuerza, aunque aquí esta brillaba por su ausencia tanto física como intelectual. Sus propios y adefesieros ministros, hasta los más untuosos en términos de salivación ante el líder, renunciaban en cadena confirmando la supremacía del impulso mamífero por abandonar aquel barco que se hunde.
La cereza de esta torta cruda se manifestó cuando su propio abogado, el necesitado de atención doctor Benji Espinoza , le soltó la mano. Ni siquiera un sucedáneo de Montesinos tenía al lado, pues todos los aspirantes a aquello ya estaban presos y declarando eficazmente en su contra. Castillo no había planeado ni siquiera su propia autoeliminación. Charles Darwin lo había hecho por él.
El resto quedó en manos del principio de la selección natural, aquel donde los organismos menos adaptables se eliminan solos. Su escolta presidencial, atascada en el tráfico limeño rumbo a una embajada demasiado lejos, dijo: “Salgamos de esto de una vez”. Acto seguido, el golpista acababa leyendo una revista en la prefectura con la despreocupación propia de encontrarse en la sala de espera del dentista. La historia peruana se repetía, esta vez como farsa, según el canon. Su golpe duró lo que duran dos peces de hielo en un ‘whisky on the rocks’. El partido España-Marruecos con sus ciento veinte tres minutos y siete penales posteriores fue más longevo, estructurado y memorable.
Mientras Castillo espera ser denunciado por el delito de rebelión, ya que ser idiota no constituye un ilícito, la historia discurre ante nosotros: tenemos a la primera directora del Club Apurímac en llegar la presidencia de la República. Seguramente, nuevas incertidumbres irán apareciendo, pero algunas certezas sugeridas por un régimen autodestruido ya podrían darse por confirmadas: el pollo estaba muerto, Darwin estaba vivo. No deja de ser una buena noticia.
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