El jueves 13 de mayo pasado, balas asesinas segaron la vida de Abel Murrieta, candidato de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Cajeme, Sonora.
Hombre íntegro, se desempeñó como fiscal de su Estado, y al terminar su encargo salió con la conciencia y la frente en alto: manejaba su propio vehículo y no usaba escolta.
Su lucha era para liberar a Cajeme de la inseguridad, dar a la ciudadanía tranquilidad para hacer sus actividades diarias. Asesinos hasta ahora anónimos terminaron con esa expectativa.
El dolor que nos embarga a quienes tuvimos relación con Abel Murrieta se ha vuelto rabia, indignación por el deleznable crimen que le arrebató la existencia, pero también porque la violencia y el crimen organizado han crecido por la ineptitud gubernamental y la ausencia de una verdadera política de seguridad pública.
En el proceso electoral 2020-2021 en curso, según los reportes de la consultora Etellekt, 79 políticos han sido asesinados, de los cuales 31 fueron candidatas o candidatos. Las agresiones han sido 476 y las víctimas 443.
Sin duda estas son cifras que debieran no solo alertar sino poner en acción a los gobiernos estatales y federal. Este 6 de junio se juega el futuro del país, y parte de ese futuro es la definición de políticas y leyes que refuercen la seguridad desde la Cámara de Diputados.
Sin embargo, lo que hemos observado hasta ahora por parte del gobierno es un desfile de excusas, torpezas y toda clase de expresiones para echarle la culpa a otros. Ninguna acción concreta, ninguna expresión firme en contra de la violencia y del crimen organizado.
En vez de tener un gobierno federal que unifique y dirija las políticas de seguridad pública, vemos uno en el que quien fuera hasta hace poco el principal funcionario de seguridad únicamente ocupó su tiempo en grillas internas y externas y en promover su candidatura al gobierno de Sonora, precisamente el estado donde fue asesinado Abel Murrieta.
Durante más de dos años, el gobierno federal emanado de Morena ha militarizado al país, pero para ocupar a las fuerzas armadas en la construcción de obra pública, y creó una Guardia Nacional que en los hechos sirve de policía fronteriza.
La política de seguridad pública del país se sintetiza en una frase retórica: “abrazos, no balazos”. Totalmente inútil.
Quienes hemos participado implementando políticas de seguridad sabemos que éstas deben atender de forma integral tan importante rubro: prevención, combate, procuración de justicia, atención a las víctimas.
A pesar del discurso presidencial, no hay evidencias de que se avance en ninguno de estos renglones, y sí en cambio es claro que el crimen y la violencia van en aumento, incluso a pesar de la pandemia, porque en ausencia del gobierno, regiones enteras del país están siendo tomadas por la delincuencia, y los ataques contra aspirantes y candidatos y candidatas son el reflejo de esta grave situación.
Por eso es tan importante que el gobierno federal asuma su responsabilidad e implemente una verdadera política de seguridad pública y no solo haga declaraciones publicitarias. Ni qué decir de las reuniones de delincuentes públicamente famosos con las autoridades federales de seguridad “por instrucciones superiores” o de los apapachos del presidente Andrés Manuel López Obrador a las familias de los narcotraficantes.
Las víctimas de la violencia en México exigen que los gobiernos, sobre todo el federal, dejen de parlotear y que se pongan a gobernar.