¿Ser o parecer? En las profesiones de alta visibilidad como la política, importa más el mensaje que se transmite colectivamente, no la verdad o lo que se es.  Las connotaciones y significantes que atribuimos a un personaje o estampa, la riqueza colectiva que subyace en los simbolismos, son más valorados para el convencimiento y la seducción masiva.

Se apuesta entonces por la exageración, empleo de elementos burdos, teatralidad, uso de elementos que refuerzan personalidades, signos de paradigmas acartonados y altamente predecibles y aceptados.

La apariencia se privilegia sobre la esencia al grado de asumirlas como simbióticas e indisolubles. Si en los años 20 predominó la idea de que un líder político respondía a ciertos atributos físicos como signos inequívocos del liderazgo, como la alta estatura, al paso del tiempo cambió esa percepción errónea y asumió que rasgos como ética y moralidad prevalecían sobre cuestiones anodinas como esa.

Sin embargo, la enorme industria detrás del quehacer político enarboló valores tan cuestionables como que el líder debería sobresalir sobre los demás. Se impusieron entonces tarimas, templetes y distintas parafernalias para mostrar falsos gigantes sobre los mortales votantes.

Incluso la derrota del militar y político Napoleón Bonaparte, uno de sus biógrafos la atribuyó a que se retrataba con hombres más altos que él, lo que lo hacía lucir como un “enano” al que no se vaticinaban éxitos perdurables.

¿Por qué apostamos tanto al parecer? ¿Por qué nos enredamos una y otra vez en la cosmética del poder, en espejismos o falacias? Porque el electorado real y potencial es susceptible a ciertos símbolos que generan gran atractivo que impactan directamente al subconsciente.

No es en vano. John F. Kennedy cautivó a los televidentes durante el debate televisado contra Richard Nixon en 1960. Fue el primer debate presidencial transmitido por televisión en la historia de Estados Unidos y marcó un antes y un después en la comunicación política, ya que Kennedy supo aprovechar su telegenia para conectar con la audiencia.

La apariencia cuenta, aunque la realidad muestra que los líderes actuales representan al promedio de la población. La estatura es un ejemplo de ello.

Vladimir Putin, creador de guerra y destrucción mide 171 centímetros igual que  Volodímir Zelensky, presidente de la invadida Ucrania. El popular Andrés Manuel López Obrador tiene los mismos 173 centímetros de altura que Emmanuel Macron y Nicolás Maduro apabulla con los 190 centímetros de estatura. Donald Trump tiene un centímetro más… Estaturas promedios. Ninguno es un gigante.

La estatura, aspecto o voz no confieren un liderazgo real, donde si sobresalen rasgos relacionados con dinamismo, deseo de dirigir, honestidad e integridad, confianza en sí mismos, inteligencia, conocimientos pertinentes para el trabajo y  extroversión.

Sin embargo, hoy las posturas y parafernalia de magnificencia, como el puño en alto y las banderas, cautivan a las audiencias. Somos proclives a narrativas de triunfadores.

La mercadotecnia política debe crear personajes que satisfagan necesidades y expectativas de los colectivos, que otorguen historias y hazañas a seres medianos y aún deficientes, que escriban biografías memorables sobre personas comunes y las catapulten a un imaginario colectivo proclive a creer en héroes, salvadores y santos.

Para ello, la mercadotecnia política les otorga a los aspirantes de la relevancia distintos signos de poder y preeminencia: vestidos, palabras y gestos que cautiven y se adentren en el inconsciente de la gente, que les permita perpetuar el credo de predestinados, poderosos y superdotados.

Hoy los espejismos del poder gestan héroes con triquiñuelas legendarias, pero altamente efectivas. Hoy nos adentramos cada vez más en espejismos.

Periodista

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