Informar, convencer, embelesar. Lograr apoyo y convertir públicos en seguidores. Remontar un pardo lugar a una realidad diferente. Generar magia con las palabras. Ese es un trabajo consuetudinario en políticos y funcionarios públicos, pero también es la tarea que enfrenta muchos tropiezos.
La razón es que olvidan que el 80% de las decisiones son emotivas y altamente sensoriales. Los datos duros, la evidencia científica y numérica, en cambio, apelan al razonamiento y es el único argumento esgrimido. La racionalidad es contrapuesta al cerebro límbico y decisorio, el que nos permite avanzar a nuevos paradigmas y realidades. Es la parte olvidada del convencimiento.
Así, debe irse tras la persuasión que incide en los seis sentidos. Vista, gusto, olfato, oído, tacto…y una esfera difusa donde convergen intuición, imaginación y recuerdos: el sexto sentido.
Existen tres discursos emblemáticos: el de Martin Luther King Jr. “I have a dream”, pronunciado en agosto de 1963 durante la Marcha en Washington por el trabajo y la libertad, el de John F. Kennedy “Ask not what your country can do for you”, el primero que pronunció como presidente de los Estados Unidos en 1961 y el de Barack Obama “Yes we can” pronunciado como presidente electo en 2008.
En los tres aparecen palabras para transmitir ideas, persuadir a las masas e inspirar a las personas a tomar acción. Pero en esta triada de discursos aparece un llamado al sexto sentido, la invocación a actuar, una exhortación claramente emocional.
Tradicionalmente los factores de éxito discursivo son un objetivo, conocer a la audiencia, estructurar de manera lógica y efectiva y emplear recursos retóricos como la repetición, aliteración, metáfora e hipérbole. Resultan recursos notables para llamar a la acción.
Sin embargo, la tarea está incompleta si no se logra emocionar a las audiencias. Deben incorporarse anécdotas que dotan de autenticidad a la narrativa. Pueden ser en primera persona, puede tratarse de relatos de alguien más. Es lo que permite identificación, cercanía y “verdad”.
La anécdota tiene un gran poder en la persuasión. Un discurso que convence se compone siempre de tres elementos: logos, pathos y ethos. La racionalidad, la emoción y la ética o reputación de quien emite el discurso.
Apelar a la lógica y razón es importante, pero resulta trascendental despertar las emociones. Es lo que confiere calidez y contundencia a lo que se expresa. El discurso siempre debe ir tras el sexto sentido, esa amalgama de sueños, deseos, imaginación, credos…todo lo intangible que compartimos y que puede sintetizarse a través de las emociones; alegría, ira, tristeza, miedo, asco y sorpresa…
Las emociones tienen un gran dejo de empatía: aparecen con las anécdotas, con aquellas narrativas donde es posible emular y compartir con el otro. Es el involucramiento más fidedigno y certero para encontrar el sexto sentido.
La anécdota no se comparte con voz estridente ni recia: debe semejar un murmullo, pronunciarse pausadamente. La celeridad y alto volumen convocan a la prisa, nerviosismo e intrascendencia mientras el “sonsonete” anticipa un afán de adoctrinamiento y pone corazas al oyente. La voz natural y serena, en cambio, es de quien comparte secretos y abre el reino donde imperan la imaginación, añoranzas, deseos y una rica amalgama de pensamientos. Ahí radican simultáneamente las emociones y el sexto sentido.
¿La postura ideal cuando se cuenta una anécdota? Es con un leve inclinamiento hacia adelante, con una muestra de interés y afán de captar totalmente la atención. Y, como lo saben los grandes oradores a lo largo de la historia, limitar las palabras. La brevedad asegura atención plena.