En la introducción de La invención de la tradición, libro que editó junto a Terence Ranger en 1983, el historiador británico Eric Hobsbawm asegura que “las «tradiciones» que parecen o reclaman ser antiguas son a menudo bastante recientes en su origen, y a veces inventadas”.

Para Hobsbawm, este término, el de tradición inventada, “se usa en un sentido amplio, pero no impreciso. Incluye tanto las «tradiciones» realmente inventadas, construidas y formalmente instituidas, como aquellas que emergen de un modo difícil de investigar durante un período breve y mensurable, quizás durante unos pocos años, y se establecen con gran rapidez. La aparición en Navidad de la monarquía británica en los medios (instituida en 1932) es un ejemplo de las primeras, mientras que la emergencia y el desarrollo de prácticas asociadas con la final de la copa del fútbol británico lo es de las segundas”.

Empero, los británicos no son los únicos que utilizan estas prácticas. En Mirror of Modernity, Spephen Vlastos asegura que los lectores se sorprenderán al descubrir los orígenes recientes de las “antiguas” tradiciones niponas, ya que examinados históricamente, los emblemas familiares de la cultura japonesa, incluidos los íconos preciados, resultan ser modernos. Y en Corea sucedió algo similar a fines del siglo XIX e inicios del XX con la transformación del rey Gojong en un emperador dotado con la autoridad y el carisma de un generalísimo occidental, según da cuenta Steven D. Capener en “The Making of a Modern Myth”.

Hace unos días en nuestro país, como sucede cada 15 de septiembre, participamos o cuando menos fuimos testigos de la que muy probablemente es la ceremonia cívica más importante del año: el “grito” de independencia. Celebración que no solamente reúne multitudes —ya sea en los hogares, restaurantes o las diferentes plazas públicas del país, además de las embajadas y consulados que México tiene alrededor del mundo—, sino que es otro ejemplo de la forma en que se inventan tradiciones.

No niego que el cura Miguel Hidalgo haya llamado a la insurrección a las masas. Nada más alejado de la realidad, ya que ahí están los testimonios de diversos personajes que dan fe de ello, como Juan Aldama, Mariano Abasolo, Pedro José Sotelo (Memorias del último de los primeros soldados de la independencia) y su tocayo Pedro García (Con el Cura Hidalgo en la Guerra de Independencia); solo que las cosas no sucedieron exactamente como vimos hace unos días.

Para empezar, el llamado al pueblo a la rebelión no se dio en la noche del 15 de septiembre de 1810; aunque al atardecer del ese día, el padre Hidalgo y el capitán Ignacio Allende tenían ya noticias de que la conspiración había sido descubierta en Guanajuato. Por ello, cuando al caer la noche el cura fue a jugar a las cartas a casa del subdelegado de Dolores para ver si algo sabía. Volvió a su casa cerca de las once —hora en la que actualmente suele darse el “grito”—, pero no se puso a clamar vivas a la libertad, sino que se recluyó en sus habitaciones. Poco después, llegaron a su casa el capitán Juan Aldama y el alcaide Ignacio Pérez, enviado de Josefa Ortiz, quienes les confirmaron que el corregidor de Querétaro, Miguel Domínguez, su esposa Josefa y otros conspiradores habían sido aprehendidos.

Es muy interesante lo que pasó entonces, ya que Allende le dijo a Hidalgo que los habían descubierto y lo mejor era escapar hacia Estados Unidos… pero en vez de tomar alguna decisión, don Miguel le pidió a sus hermanas que les sirvieran un poco de chocolate. El tiempo pasó. Aldama y Allende no se ponían de acuerdo en cuanto al camino a seguir y el cura permanecía en silencio; hasta que llamó a algunos vecinos del pueblo y los mandó “a coger gachupines”. Medida que hizo que, escandalizado, Aldama le preguntara “¿qué va a hacer vuestra merced? Por amor de Dios, vea vuestra merced lo que hace”, pero Hidalgo se mostró inflexible.

De acuerdo con Pedro José Sotelo, Hidalgo “tomó una imagen de nuestra Señora de Guadalupe de lienzo, y la puso en un lienzo blanco, se paró en el balconcito del cuarto de su asistencia, arengó en pocas palabras a los que estaban reunidos recordándoles la oferta que le habíamos hecho de hacer libre a nuestra amada patria, y levantando la voz dijo:

—¡Viva nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la independencia!”.

Luego, afirma que el cura repartió algunas armas entre quienes se las pedían, diciendo: “sí, hijos míos, las que gusten, para que nos ayudemos a defender y libertar a nuestra patria de estos tiranos”. Finalmente, los españoles fueron encerrados en la cárcel del pueblo. Todo esto sucedió pasadas las tres de la mañana del 16 de septiembre.

Dos horas después el campanero de la iglesia de Dolores, que era conocido como el cojo Galván, tocó las campanas para llamar a misa. Al final de esta ceremonia, de acuerdo con la declaración que Juan Aldama dio al caer prisionero, Hidalgo invitó a la gente “a que se uniesen con él, y le ayudasen a defender el reino porque querían entregarlo a los franceses; que ya se había acabado la opresión; que ya no había más tributos; que los que se alistasen con caballos y armas les pagaría a peso diario, y los de a pie a cuatro reales”. Por su parte, al ser interrogado por las autoridades virreinales, Mariano Abasolo aseguró que Hidalgo dijo a los vecinos más importantes de Dolores:

“Ya vuestras mercedes habrán visto este movimiento, pues sepan que no tiene más objeto que quitar el mando a los europeos, porque estos, como vuestras mercedes sabrán, se han entregado a los franceses y quieren que corramos la misma suerte, lo cual no hemos de consentir jamás. Y vuestras mercedes como buenos patriotas deben defender este pueblo hasta nuestra vuelta que no será muy dilatada para organizar el gobierno”.

A las siete de la mañana, Carlos Herrejón menciona que Hidalgo tenía más de 600 reclutas; y que después de las once el cura, Allende, Aldama y sus huestes marcharon hacia la hacienda de la Erre. Había comenzado la insurrección… aunque no lo hizo con los mejores presagios, ya que cuando salían de Dolores una joven vecina le preguntó al cura a dónde iba; y como este le respondió “voy a quitarles el yugo”, ella le replicó: “será peor si hasta los bueyes pierde, señor cura”.

Como sabemos, al final Hidalgo no solo perdió los bueyes, sino hasta la vida.

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Los párrafos anteriores nos permiten ver que el llamado de Hidalgo a la insurrección no se dio a las once de la noche del 15 de septiembre de 1810, sino después de las seis de la mañana del día siguientes; además de que Hidalgo no tocó la campana para llamar a la multitud —como hoy hacen los políticos encargados de recrear este pasaje—, ya que esa era tarea del cojo Galván. También muestran Hidalgo no utilizó ningún estandarte de la virgen de Guadalupe en su “grito” frente a la iglesia de Dolores.

Es cierto que durante la noche del 15 al 16 el cura dio una arenga desde el balcón de su casa en la que sostuvo un estandarte de la virgen, pero en las notas de Testigos de la primera insurgencia: Abasolo, Sotelo, García, Carlos Herrejón sostiene que “esta imagen debió ser de pequeñas dimensiones […] y al parecer su utilización se redujo a ese momento. El estandarte de Atotonilco es aparte, más tiene este antecedente”. Refuerza esta idea el que el Museo Nacional de Historia resguarda un estandarte con la leyenda de que fue el que Hidalgo tomó de Atotonilco una vez comenzada la insurrección y mide más de 1.5 metros de alto y un metro de ancho.

Pero, “¿por qué se inventan este tipo de tradiciones?”, podemos preguntarnos.

Para Hobsbawm, buscan “inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado”. Así, la invención del “grito nocturno”, junto al desfile militar del día siguiente, sirven para fomentar el amor y el orgullo por nuestro país —sobre todo entre los niños—, unirnos como ciudadanos y hacernos gritar emocionados “¡que viva México!”.

Divulgador del pasado de México. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto Mora

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