Vivimos en un país plagado de impunidad. En el que la mayoría de los delitos que se cometen, no se denuncian y de los pocos que se denuncian, una minoría se investiga. Por todo esto muy pocos de los delitos que se investigan llegan ante un juez y una mínima parte llega a una sentencia. Además de este embudo de impunidad, vivimos en un país en el que tener dinero determina en gran medida la forma en que una persona es tratada por el sistema de justicia. El tener recursos para poder pagar a un buen abogado muchas veces hace la diferencia respecto al resultado de la justicia. Por otro lado, ofrecer dinero permite “acelerar” y facilitar procesos gracias al efecto persuasivo de la corrupción.

La corrupción, la impunidad y la falta de acceso al sistema de justicia son realidades innegables en nuestro país. A todo esto, se suma la crisis de inseguridad que venimos arrastrando desde sexenios anteriores. Vivimos en un país donde el homicidio doloso se ha convertido en la principal causa de muerte en hombres jóvenes. Y donde es más probable sacarse un reintegro en la lotería que resolver un homicidio doloso. Esta realidad ha fracturado de manera irreparable el tejido social de muchas comunidades y zonas del país. Esta crisis de homicidios dolosos, feminicidios y desaparecidos que padecemos ha venido acompañada por una crisis de impunidad en el que cada caso trae consigo no sólo una carpeta de investigación más, sino incontables historias de tragedias familiares que siguen ocurriendo día con día por la desidia de nuestro sistema de justicia.

Además, la justicia en nuestro país ha abusado de tecnicismos y formalidades para alejarse de la gente y abrir mayores espacios para la corrupción y la impunidad. No falta el policía de tránsito que asusta con infracciones que ameritan corralón para buscar una mordida. O el ministerio público que pide dinero para abrir la carpeta de investigación. Tampoco faltan los jueces locales que reciben dinero a cambio de perpetuar la violencia familiar y de género que padecen tantas mujeres.

Si menciono todo esto es porque las fallas del sistema de justicia deben mencionarse en cualquier texto que hable de la urgencia de una reforma judicial. Sin embargo, también menciono esto porque lo único que hemos visto en los últimos años como propuesta a este grave problema de injusticia es una ronda de propuestas legislativas de populismo penal. Propuestas que prometen cambiar la falta de acceso a la justicia en el país, terminar con la corrupción y el nepotismo y que no tocan en lo más mínimo a las instituciones que ocasionan el problema: las autoridades locales.

Claro que urge una reforma al sistema de justicia, pero esa reforma pasa por los principales puntos de contacto del sistema con las personas y las víctimas: los policías, las fiscalías y los jueces locales. Todo el tema de la reforma al poder judicial se centra en el Poder Judicial Federal dejando de lado el gran embudo de impunidad del país. Es decir, la reforma judicial es un caso más de populismo penal, en el que se nos promete que se hará algo por reformar la justicia –tema urgente en el país– pero en el que sólo se aprueba una reforma que implica retrocesos en temas de derechos humanos, un gasto enorme de recursos públicos, y sin modificar a las instituciones que verdaderamente requieren de estos cambios. Entiendo y comparto el enojo de las personas que claman por una reforma al sistema de justicia. Si algo tenemos que reclamar como sociedad es la falta de acceso a la justicia en el país y la enorme impunidad que existe. Sin embargo, la reforma judicial que quieren aprobar no hace nada por cambiar la realidad de las autoridades locales que nos llevó a este punto. Ojalá pronto volteemos la mirada a las autoridades de justicia locales (policías, fiscalías y jueces), quienes son los responsables de iniciar una verdadera transformación al sistema de justicia del país, y dejemos de caer en populismos penales.