En un país donde la violencia ha dejado de ser noticia de portada y se ha convertido en parte del paisaje cotidiano, la captura de Ismael "El Mayo" Zambada, uno de los fundadores del Cartel de Sinaloa, resuena como un eco siniestro en el desierto de la impunidad. Pero lo que realmente inquieta no es solo la captura de este capo veterano y la traición interna para ello, sino las implicaciones que su arresto revela: una penetración tan profunda del narcotráfico en las estructuras del poder, que México parece estar al borde de consolidarse como un narcoestado.

El término "narcoestado" no es una exageración alarmista; es una descripción escalofriantemente precisa de una realidad que se va consolidando en la vida política del país. Un narcoestado es aquel en el que las actividades del narcotráfico no solo han corrompido las instituciones políticas, judiciales, económicas y sociales, sino que han comenzado a dictar las reglas del juego. En este contexto, los cárteles no son meros actores ilegales; son fuerzas que financian campañas políticas, compran la lealtad de funcionarios y dictan políticas públicas para proteger y expandir sus imperios de muerte.

La historia reciente de Zambada es un ejemplo claro de cómo los tentáculos del narcotráfico se entrelazan con las instituciones que supuestamente deberían combatirlo. Según la versión del propio Zambada, su secuestro se produjo cuando iba a encontrarse con el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, y el exalcalde de Culiacán, Héctor Melesio Cuén, en una reunión organizada por Joaquín Guzmán López, hijo de "El Chapo". Independientemente de la veracidad de estos hechos, lo que deja al descubierto es el nivel de influencia y control que el narcotráfico ejerce sobre figuras políticas de alto perfil.

Las respuestas oficiales no han hecho más que alimentar la desconfianza. La negativa del gobernador Rocha de cualquier implicación en el encuentro, calificando el incidente como una trampa para Zambada, no logra disipar las sombras que se ciernen sobre la clase política. Cada declaración, cada desmentido, parece insuficiente para revertir el creciente escepticismo de la ciudadanía, que ve cómo el narco proyecta su sombra sobre las instituciones, erosionando su legitimidad y dejando al descubierto la fragilidad del Estado.

El impacto de este escándalo no se limita a la política interna; la imagen internacional de México se ve cada vez más empañada por estos vínculos entre el crimen organizado y las autoridades. Para un país que depende en gran medida del turismo como una de sus principales fuentes de ingresos, la percepción de inseguridad y corrupción es un veneno letal. Cada noticia sobre la complicidad entre políticos y narcotraficantes ahuyenta a turistas e inversores por igual, temerosos de un país donde la línea entre el Estado y el crimen organizado es cada vez más difusa.

Pero más allá de la economía y la política, el mayor daño se inflige en el tejido social del país. La normalización de la violencia, la impunidad, y la idea de que el narcotráfico tiene la capacidad de influir en las decisiones políticas clave, minan la moral de una sociedad ya golpeada por la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades. La desconfianza en las instituciones, la desesperanza ante la posibilidad de un cambio real y la resignación ante la omnipresencia del narco son señales alarmantes de una sociedad que se ve atrapada en un ciclo de violencia y corrupción que parece imposible de romper y que ahora llama a la puerta a un nuevo gobierno de México, al de Claudia Sheinbaum.

La captura de Zambada debería haber sido un triunfo en la lucha contra el narcotráfico. En cambio, se ha convertido en un recordatorio sombrío y exposición de la ruptura de los límites del poder del Estado frente a este enemigo insidioso. La capacidad de los cárteles para infiltrar las estructuras del Estado, manipular a figuras políticas y operar con relativa impunidad, es una amenaza existencial para la democracia mexicana.

El gobierno mexicano tiene en sus manos una oportunidad para mostrar su compromiso en la lucha contra el narcotráfico, no solo con capturas espectaculares, sino con una estrategia integral que abarque la transparencia, la reforma institucional y un esfuerzo decidido por erradicar la corrupción. No se trata solo de combatir a los cárteles, sino de restaurar la legitimidad del Estado y la confianza de la ciudadanía.

México está en una encrucijada. La influencia del narcotráfico en la política y la toma de decisiones es un problema que no puede ser ignorado ni minimizado. Las consecuencias de esta realidad, si no se aborda con la seriedad y determinación que requiere, podrían ser devastadoras para la sociedad mexicana, su sistema político y su imagen global. Es urgente que se tomen medidas decisivas para cortar de raíz esta influencia perniciosa y restaurar la confianza en las instituciones y en el futuro del país.

El narcoestado es una sombra que amenaza con engullir a México. Pero es también un llamado a la acción, un recordatorio de que el país todavía puede decidir su destino. La lucha contra el narcotráfico es, en última instancia, una lucha por el alma de la nación. Es una batalla que México no puede permitirse perder.

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