Nací en 1971. Me casé por primera vez en 1991, aún de 19 años. Ese mismo año, fui a la Escuela Libre de Derecho en la Ciudad de México para hacer mi entrevista de admisión. Estando en la fila para entrar al célebre interrogatorio, una chica que también estaba formada para ese mismo propósito, vio mi anillo de casada y sorprendida me preguntó: -¡¿estás casada?!, y susurrando me dijo —no te van a admitir, quítate el anillo y no vayas a decir que estás casada porque, aún si te aceptaran, los maestros te van a decir en clase que mejor te vayas a cocinarle a tu marido y te van a reprobar. Yo me quedé perpleja, pero como tampoco tenía muchas opciones porque no podía pagar una colegiatura en una universidad privada, entonces me quité el anillo y entré a estudiar a la ELD. Quiénes han pasado por esta escuela saben bien de lo que estoy hablando.

Debo decir que es una gran institución académica para quien logra adaptarse a su sistema, y estoy muy agradecida con lo que ahí aprendí, pero efectivamente, pude comprobar, a las pocas semanas de haber iniciado las clases, que era terriblemente machista y misógina, así que el anillo lo guardé y los cinco años de estudio oculté que era casada. En ese periodo, por cierto, solo tuve una maestra mujer.

En mi primer trabajo como litigante, a los pocos meses de haber iniciado la carrera, mi jefe, un abogado de la UNAM que se enteró que era casada porque conocía de manera lejana a mi familia, me llamó a su oficina como a los cuatro meses de trabajar ahí y me dijo: —mira, Irene, sé que estás casada, así que la verdad debo decirte que lo mejor es que dejes de estudiar porque no veo que tengas madera para ser abogada y menos de la Libre; te sugiero que te cambies de carrera y hagas algo más sencillo o mejor te dediques a tu casa y a tu marido. Y me corrió.

Terminé la carrera en 1996 y me titulé en 1997. Durante los años de estudio trabajé en varios lugares y conocí maravillosos abogados que me apoyaron y me enseñaron montones. Pero sí, era —es— un mundo de hombres en el que las mujeres remábamos contra corriente. En mi vida laboral viví, como miles de mujeres, un ambiente laboral en el que tu jefe puede preguntarte sin ningún pudor qué talla de sostén usas o decirte qué buenas piernas tienes, y eres tú la que se incomoda y callas por temor a represalias. Un mundo en el que los hombres tienen derecho de picaporte con otros hombres simplemente porque son hombres o porque el día anterior se fueron a un table dance a compartir su “hombría” junto con varios tequilas; un mundo en el que hablan un idioma excluyente y hacen bromas de mujeres junto a mujeres haciéndolas sentir un objeto mientras se consagran como machos alfa.

Ser mujer es nacer marcada, condicionada por roles y por estereotipos creados por hombres, pero también por mujeres; marcada por pequeñas y grandes historias de abuso y discriminación que ocultamos casi siempre por miedo a la revictimización. Ser mujer es remar contracorriente, ir cuesta arriba y desafiar la gravedad de una sociedad repleta de costumbres y complicidades que nos lastiman y nos aterrorizan, que nos repliegan, que nos minimizan.

He conocido también hombres maravillosos que se indignan con nosotras, por eso creo que no hay que generalizar, pero tampoco permitir la normalización de todo esto. Nunca callar. Esta columna no es en absoluto una denuncia contra la Escuela Libre de Derecho, es simplemente prender una luz para que no olvidemos que todas las mujeres guardamos una historia o dos o tres en la que ser mujer nos ha marcado. Hoy decidí contar una de las mías con la esperanza de que nunca más ninguna mujer tenga que quitarse el anillo.

*Presidenta de Observatel y comentarista de Radio Educación.
Twitter:@soyirenelevy

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