Un día, recién electa como senadora, Xóchitl Gálvez me llamó a mi celular para hacerme una consulta jurídica de telecomunicaciones con relación a un tema que se revisaba en el Congreso. Me pidió material para su análisis; se lo envié. Poco después, me habló para comentarlo y seguir intercambiando ideas. Había revisado con minuciosidad los documentos que yo le había hecho llegar y otros, y tenía ciertos puntos de vista que contrastaban con los míos; los discutimos y ese día empecé a conocerla.
Me extrañó un poco su llamada. Fue directa, sin asistente de por medio y, de hecho, pensé que me hablaba para discutir sobre el cuadernillo de transparencia que había yo escrito a petición del INAI (No. 25 El ejercicio de la función pública: una perspectiva desde las nuevas tecnologías, la transparencia y los derechos humanos) en el que critiqué, desde el punto de vista jurídico, la actividad de su entonces colaborador de la Miguel Hidalgo, Arne aus den Ruthen, cuyo cargo era conocido como ‘City Manager’ y que, recordará usted, exponía a través de videos en vivo a los ciudadanos “mal portados”. Pero no, nunca hablamos del tema y, por el contrario, iniciamos una relación cercana e interesante en la que conocí a una funcionaria realmente comprometida con ejercer su cargo de la mejor manera, ávida de conocer el fondo de lo que votaba y de lo que proponía. No se conformaba con el material que le hacían llegar oficialmente; siempre buscó más, llegar al fondo, conocer todos los ángulos, y eso me consta.
Y no, la Xóchitl que yo conozco no es perfecta. Lejos de ello: se ríe de más, le falta serenidad cuando habla, atacó más de lo que propuso en los debates y sus nervios eran evidentes. Se rodeó de malos asesores y perdió tiempo, mostró la bandera al revés, dice demasiadas malas palabras, involucró a sus hijos en la campaña, mandando un mal mensaje, y así podemos seguir, pero eso no es lo que importa. Lo que realmente es trascendente es ver lo que el panorama completo nos ofrece: tenemos a dos mujeres muy distintas, pero, sobre todo, dos proyectos de país diametralmente diferentes. Uno basado en la continuidad de los últimos cinco años, cuya materia prima ha sido la violencia, la mentira, la calumnia, la polarización y la destrucción de las instituciones, y otro que implica retomar el Estado de derecho y, aunque, en efecto, también es una rifa de cómo se acomodarían en el poder los tres partidos que lo integran, yo prefiero eso a la seguridad de la devastación.
Y sí, estorba mucho el equipaje que lleva a cuestas Xóchitl. Es lo que hay. A mí también me provoca náuseas ver a Alito, pero el lastre que carga Claudia es peor; ya le dieron el guion que tendrá que seguir y conocemos al apuntador que, desde Palenque, se asegurará de que lo cumpla. Su labor es continuar la destrucción que inició AMLO. Continuidad de violencia, de mentiras, de ataque al disenso, de aniquilación de contrapesos, de militarización, de concentración de poder; eso nunca es saludable, por más dinero que se reparta. El gobierno de Morena sería, como lo ha llamado Claudia, “el segundo piso de la transformación”; les gustan los segundos pisos, lo construyeron en la CDMX, porque en el primero ya no cabían tantos coches. Ahora lo quieren para el país, porque en el primero ya no les caben tantos muertos.
En la sobremesa. Por cierto, México no será el primer país de América del Norte que tendrá una mujer al mando del Ejecutivo, aunque sí la primera mujer electa. En 1993, Kim Campbell fue primera ministra de Canadá del 25 de junio al 4 de noviembre, luego de la renuncia de Brian Mulroney.