El paquete de reformas electorales presentado por Morena, mejor conocido como el plan B de López Obrador, incluye también reformas a la Ley General de Comunicación Social, mejor conocida como Ley Chayote. Recordará que después de varios litigios interpuestos por Artículo 19 contra este bodrio de la administración de Peña Nieto, la Corte ordenó al Congreso modificar la ley porque no garantiza que el gasto en comunicación social cumpla con los principios del artículo 134 de la Constitución. En resumen, se trata de: 1) evitar que el gobierno en turno manipule a los medios de comunicación —premiando, castigando o censurando— y con ello atente contra la libertad de expresión e información; 2) impedir que se utilice la propaganda gubernamental para promoción política, y 3) emplear esta herramienta para informar de manera institucional a la población, respetando los topes presupuestales.
Pero el Congreso no ha acatado la orden de la Corte y el último plazo que le dieron para reformar la ley venció hace semanas. Sin embargo, ¿por qué no burlarse de todos y empaquetar las modificaciones de la Ley Chayote dentro de las reformas electorales en lo oscurito? Así lo hicieron y al vapor, sin parlamento abierto, sin consultas ni discusión aprobaron ya las modificaciones en la Cámara Baja. Como era de esperarse, este texto tampoco cumple con lo ordenado por la Corte y así se tirarán por la borda años de esfuerzos.
Desde la exposición de motivos se adivina que el objetivo principal es remover obstáculos para que los funcionarios se pronuncien públicamente a favor o en contra de ciertos proyectos o candidaturas políticas; incluye un párrafo que permite la “libertad de expresión de los funcionarios” excluyendo sus declaraciones de los candados de la propaganda gubernamental, con lo que se abre la puerta a la propaganda encubierta. Una trampa.
Se menciona que se cumple con la ejecutoria de la Corte, falso. Por ejemplo, el propio concepto de propaganda gubernamental, que no existe en la ley vigente, no se acerca al que se ha construido desde los estándares interamericanos. Establece que sólo puede considerarse propaganda gubernamental aquella cuyo presupuesto esté etiquetado para tal efecto, entonces si no está etiquetado no tiene restricciones, otra trampa.
Por lo que hace a los criterios de asignación que deberían ser directrices y procedimientos claros y precisos, son nuevamente vagos y subjetivos. Asimismo, no menciona a los medios sociales ni diferencia entre medios digitales y tradicionales. El tipo de mensajes que deben transmitirse no está acotado, pues habla en términos genéricos de “obras de infraestructura, programas sociales, etc.”, pero no limita a que se comunique en términos de orientación ciudadana sobre el impacto en la sociedad de todo eso, con lo que se abre la puerta a la propaganda política y a enaltecer las obras del gobierno. Establece un tope presupuestal de 0.1% del presupuesto de egresos, pero no incluye topes por campaña o por medio, lo que permite una hiperconcentración. Adicionalmente, se establece la posibilidad de hacer adjudicaciones directas por causas de extrema urgencia, sin acotar qué es eso.
No retoma los principios de equidad y pluralidad mediática ni señala quiénes harán las mediciones de tiraje, audiencias y de impacto en internet. Así, no sólo estas modificaciones van a mantener el estado de cosas que tenemos, sino que van a empeorar otras con un muy alto costo de oportunidad. Atole con el dedo… otra vez.