Por Martha Santillán Esqueda

En los últimos años el tema de las violencias contra personas en razón de su condición de género ha adquirido fuerte relevancia. Ello se debe no necesariamente a que haya más violencia o porque sea peor que en el pasado, sino a que nuestra concepción actual sobre la violencia ––y, en consecuencia, sus usos–– ha cambiado. Con respecto al patriarcado y la violencia, la historia nos enseña varias cosas.

En primer lugar, las violencias en el pasado ––como las actuales–– eran consecuencia de las maneras de entender el mundo y del comportamiento que se esperaba que tuviesen hombres y mujeres en una organización social y política específica. En otras palabras, una acción violenta no es resultado exclusivamente de patologías individuales; es un componente que forma parte de la organización social y que estructura nuestras vidas. Así, la violencia puede ser limitada, repudiada o, incluso, alentada conforme a ciertas nociones particulares de un contexto social.

La historia también nos muestra que los esquemas de género son construcciones sociales que cambian en el tiempo. Aun cuando ciertas ideas sobre la masculinidad y la feminidad suponen conductas ideales conforme a los cuerpos biológicos, no son más que estereotipos configurados con la finalidad orientar las conductas individuales en razón de un proyecto social y político. En el caso específico de ataques verbales, físicos (mortales o no) o sexuales contra mujeres, en los estados patriarcales se parte de la creencia de que el uso de la fuerza es una prerrogativa masculina, frente a una feminidad caracterizada por la debilidad y la sumisión.

En México estas concepciones se concretaron con la consolidación del estado liberal en el último tercio del siglo XIX cuando se instituyó en el código civil a la familia heteropatriarcal como base del orden social. En ésta, los hombres fueron considerados jefes naturales, y las mujeres quedaron legalmente subordinadas a ellos. Esa organización jurídica empataba con concepciones médicas, biologicistas, criminológicas, psiquiátricas, religiosas y mediáticas que entendían de igual forma la masculinidad y la feminidad.

Así, desde entonces y hasta entrado el siglo XX, la autoridad masculina ejercida, a veces, con violencia física para el control de los suyos era tolerada hasta ciertos límites. Si un hombre mataba al seductor de su hija o a su esposa y su amante tras una infidelidad, recibía una sanción de entre tres días y tres años de prisión; aunque podía llegar a ser exonerado si lograba demostrar que había matado en defensa de su honor. En cambio, El Chalequero que violaba y mataba prostitutas fue condenado a muerte a finales del siglo XIX. Matar mujeres era inaceptable si no se tenía una motivación considerada lógica según las visiones del estado patriarcal diseñado por el liberalismo decimonónico.

A partir de los años setenta, con la emergencia del feminismo, y la expansión de los derechos humanos, las concepciones sobre las violencias desplegadas contra las mujeres fueron modificándose hasta el repudio. En 1974 se estableció en el código civil que hombres y mujeres contarían con el mismo nivel de autoridad al interior de la familia, junto con el reconocimiento en la Constitución de la igualdad jurídica para las mexicanas. Para los años ochenta, en México, se fueron creando organismos no gubernamentales de apoyo a mujeres violentadas física y sexualmente. Más tarde, se fue modificando poco a poco el marco legal y se fueron implementado políticas públicas en aras de eliminar las violencias justificadas bajo esquemas patriarcales heredados del siglo XIX. En 1994, se formó la “Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, Convención de Belém do Pará", la cual suscribió nuestro país en 1998.

A mediados de 1990, se crearon los delitos de homicidio en razón de parentesco y el de violencia familiar; y desaparecieron los homicidios en defensa del honor masculino. En 2005, se emitió la NOM-046-SSA2-2005 “Violencia familiar, sexual y contra las mujeres. Criterios para la prevención y atención”; y en 2007, la “Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia”. En 2012 se tipificó en el código penal de federal el delito de feminicidio (el homicidio de una persona cifrado en su condición de mujer), que para 2020 ya estaba integrado en las 32 entidades federativas.

Así, las concepciones sobre la violencia y sus usos se fueron transformando en México de la mano de los derechos humanos de las mujeres, con lo cual se ha ido dejando detrás aquel resistente patriarcado decimonónico, al menos jurídicamente. En el siglo XXI, contamos con una legislación abocada a erradicar las violencias de género; no obstante, se tiene la sensación ––casi la certeza–– de que vivimos en una sociedad ultra violenta, más de lo que era en el pasado. Sabemos de asesinatos, agresiones verbales, fosas con cadáveres, secuestros, desparecidas/os, niños y niñas ultrajados/as; también hay sucesos tristemente connotados como las muertas de Juárez, el caso algodonero o la fosa de cadáveres femeninos el Río de los Remedios. Según las estadísticas del INEGI entre 1990 y 2017, el 40% de los homicidios de mujeres ocurrieron en la vivienda y fueron cometidos por sus parejas. Del total de asesinadas, una de cada cinco murió por ahorcamiento, estrangulación o sofocación; y en la misma proporción, con arma punzocortante. En 2021 se registró el mayor pico de presuntos feminicidios (108) en México entre 2015 y 2023, según el informe del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

En general, puede llegar a resultar realmente abrumador el panorama; pero, en gran medida, es abrumador porque conocemos cifras y porque en medios de comunicación y redes sociales vemos violencias una y otra vez. Antes de 1990 no había estadísticas tan diligentes, ni internet y los medios, en general, no se ocupaban tanto del asunto. Ello no es muestra de un desinterés por la problemática en el pasado o de su inexistencia; más bien, evidencia que, entre otras cosas, había maneras distintas de entender, ejecutar y enfrentar la violencia. También nos abruma porque hoy repudiamos las violencias de género, al igual que la violencia en general.

Una enseñanza más que nos deja la historia: dado que la violencia se transforma, sin duda debemos seguir pugnando por generar cambios estructurales en aras de construir en una sociedad donde realmente primen los derechos humanos sobre los resabios patriarcales, y las vidas se vivan sin violencias.

Martha Santillán esqueda.

Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Ha dirigido en los últimos años su interés al análisis de la criminalidad con perspectiva de género a partir de la década de 1940 en la ciudad de México. En general, sus líneas de investigación se centran en la historia social y la historia cultural del crimen y la locura criminal con énfasis en estudios de género y de mujeres en el siglo XX.

Actualmente es profesora-investigadora del Instituto de Investigaciones Dr. José Ma. Luis Mora y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS