Mateo Crossa

En 1980, el entonces candidato republicano a la presidencia de EE.UU., Ronald Reagan, estaba en campaña en medio de un país sumergido en una profunda crisis. La industria automotriz colapsaba, y las corporaciones estadounidenses (Ford, General Motors y Chrysler) enfrentaban una recesión frente al crecimiento de la competencia internacional, impulsada por el ascenso de las empresas japonesas. Debido al declive industrial, miles de empleos desaparecían en el noreste estadounidense, una región conocida desde entonces como el Cinturón de Óxido. Detroit pasaba de ser el corazón industrial de EE. UU. (el llamado “arsenal de la democracia”), a convertirse en la ciudad más empobrecida del país.

En ese contexto, Ronald Reagan, se dirigió durante su campaña presidencial a los trabajadores de la industria automotriz estadounidense con un tono de nacionalismo exacerbado, culpando a Japón de la crisis y el desempleo en la industria manufacturera de EE. UU. “Japón es el problema”, dijo Reagan, y amenazó con imponer aranceles del 100 % a la importación de automóviles provenientes del país asiático. Cualquier parecido con la realidad actual es pura coincidencia.

La amenaza arancelaria de Reagan en los años 80 se produjo en medio de un ambiente de creciente nacionalismo conservador y odio xenofóbico, que se cultivaba dentro de la clase trabajadora estadounidense por parte del estado y las empresas para evitar que la rabia de los trabajadores estadounidenses causada por el cierre de plantas y el desempleo masivo se dirigiera hacia sus patrones. En este contexto, ocurrió el asesinato de Vincent Chin en 1982, en Detroit. Chin caminaba por las calles de la ciudad una noche antes de su boda y fue golpeado hasta la muerte por Michael Nitz y Ronald Ebens, dos trabajadores de Chrysler, uno de los cuales había perdido su empleo tras el cierre de una planta de la empresa en Detroit.

Ronald Reagan aprovechó esta crisis económica para canalizarla hacia un sentimiento xenófobo y un nacionalismo conservador que, lejos de responder a los intereses de la clase trabajadora estadounidense, protegía a los empresarios automotrices. De hecho, mientras amenazaba con imponer aranceles del 100 % a Japón (lo que llevó a las empresas japonesas a trasladar parte de su producción a EE. UU.), incentivaba políticas que abrían la puerta trasera hacia México para que las automotrices estadounidenses trasladaran su producción al territorio mexicano y aprovecharan las enormes ganancias derivadas de los bajos salarios (que aún hoy son significativamente más bajos en comparación con EE. UU.).

Reagan instauró el "proteccionismo imperial", una política que protegía a las corporaciones estadounidenses con aranceles a Japón mientras les permitía trasladar su producción a México para aprovechar los bajos salarios. Esto contribuyó al colapso de la industria automotriz en Detroit en los años 80, mientras crecía el empleo en maquilas mexicanas, especialmente en la frontera. Con el TLCAN en 1994, esta estrategia se consolidó, convirtiendo a México en proveedor de mano de obra barata.

Pero de pronto apareció China, la locomotora que está transformando la industria automotriz a nivel mundial y quiso seguir el mismo patrón; es decir, usar México como puerta de entrada al mercado estadounidense. Con ello se encendió todas las alarmas entre las grandes corporaciones estadounidenses y regresaron los fantasmas de Reagan, sólo que esta vez con la grotesca cara de

Donald Trump. El proteccionismo imperial resurgió, ahora con la firme decisión de evitar que las corporaciones chinas accedan al mercado estadounidense a través de México.

México es para EE.UU. un espacio vital o un Lebensraum (lo que Polonia era para la Alemania fascista), el espacio de dominación y acumulación de capital para las corporaciones estadounidenses. Nada que huela a penetración china será permitido. Esto ya se vislumbraba durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando en 2015 se cancelaron dos proyectos financiados por capital chino: el tren bala México-Querétaro y el Dragon Mart en Cancún.

Pero en la actualidad, el proteccionismo imperial toma mayor fuerza. Durante el primer mandato de Trump, se implementó el TMEC, que prohíbe a México firmar tratados de libre comercio con China. Más recientemente, bajo el pretexto de la supuesta nacionalización del litio impulsada en el gobierno de AMLO, se canceló la concesión otorgada a la empresa china Ganfeng Lithium para explotar este recurso en México. Pero las tensiones no terminan ahí. La llegada de BYD, la automotriz china más grande del mundo, que anunció planes de instalar una planta ensambladora en México hace algunos meses, ha generado terror para el dominio corporativo estadounidense.

En un sector automotriz cada vez más disputado y electrificado, donde las empresas estadounidenses (incluyendo Tesla) y europeas tiemblan ante el ascenso de la producción china, México queda atrapado en el "proteccionismo imperial". EE. UU. no permitirá que los autos eléctricos chinos accedan a su mercado a través de México. Los recientes anuncios de Trump sobre aranceles a las exportaciones mexicanas, que tanto preocupan a las cámaras de comercio y a la clase política mexicana, están dirigidos a las corporaciones extranjeras que usan a México como trampolín hacia EE. UU. Trump les recuerda con su tono de brabucón que México es de los ‘Americanos’ y que solo puede ser un trampolín para EE. UU., no para otros países.

Por eso no sorprende el reciente anuncio de Claudia Sheinbaum, quien afirmó que "no existe ningún proyecto de inversión automotriz chino" en México. En esencia, con estas palabras, la presidenta de México deja claro que responderá a los intereses estadounidenses y cumplirá disciplinadamente con las reglas del proteccionismo imperial. Tal y como lo hicieron Peña Nieto y López Obrador, Sheimbaum no dejará que el capital chino pise México.

Una vez asegurado que no habrá capital chino en México, Marcelo Ebrard y la burguesía regiomontana se arrodillarán frente a Elon Musk para rogarle que reactive su plan de construir una planta de Tesla en Monterrey.

Mateo Crossa

Profesor investigador del Instituto Mora. Doctor en Estudios Latinoamericanos y en Estudios del Desarrollo. Sus líneas de investigación giran en torno a la economía política, desarrollo y dependencia en América Latina, poniendo especial énfasis en la reestructuración productiva internacional y el mundo del trabajo.

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