Itzel Mayans Hermida, Instituto Mora
En días pasados, ví en la Cineteca Nacional la muy recomendable película El último bar (The Old Oak) del director inglés – y socialista– Len Loach. A pesar de ser una película que habla sobre el cierre de fábricas y la pérdida de empleos por las décadas que llevamos de globalización y de migración de empleos de manufactura hacia el sur global, en detrimento de la calidad de vida de las poblaciones locales, es una película esperanzadora.
Tiene lugar en una localidad de la Inglaterra rural, en donde viejos amigos se reúnen en torno a las mesas y pintas de cerveza en el pub local, un viejo y semi destartalado bar que conoció días mejores, previo a los embates neoliberales encabezados por Margaret Thatcher, que llevaron al colapso de empleos y al acoso policiaco dirigido a los integrantes de sus sindicatos. Los amigos que se reúnen alrededor de las mesas de The Old Oak son viejos amigos nacionalistas, orgullosos de su color de piel y de su religión, frustrados por la aparente decadencia de su localidad, pero con la firme convicción de defender su última trinchera de defensa frente a “la invasión descontrolada” de migrantes sirios que, desde su punto de vista, inundan la ciudad, llenándola de tradicionales exóticas y amenazando el tejido social como ellos lo conocen.
El dueño del bar es un inglés blanco como ellos, que lo único que desea, en ese momento, es llegar a fin de mes con un ingreso que le permita vivir decentemente y olvidar sus tristezas y frustraciones personales. Sin embargo, la historia comienza a adquirir giros y matices a partir de la llegada de una joven migrante siria que solicita su ayuda para defenderse de uno de sus conocidos, quien amenaza con golpearla y le rompe la cámara con la que ella captura los momentos más significativos de su vida.
A partir ahí, se comienzan a tejer alianzas improbables, en contextos de alta polarización social, que nos exigen, en un sinnúmero de ocasiones, ser leales a lo que difusamente denominamos nuestra patria, nuestras tradiciones, nuestro color de piel, a nuestra herencia religiosa y hasta nuestros muertos –“viva los héroes que nos dieron patria”, gritaremos próximamente, como cada 15 de septiembre en México–. Sin embargo, la película habla sobre la capacidad de resistir no solamente frente a la pérdida y dolores colectivos que conllevan la pobreza moral y espiritual, sino también frente al olvido de épocas de mayor dignidad colectiva – y que remite a la historia concreta de cada localidad– en donde se defendían causas sociales a partir de la organizacióny de que las personas que viven en un mismo lugar, se permitan comer juntas para conocerse, saber cuál es nuestra historia individual, cuáles son las penas y glorias personales y colectivas que nos atraviesan o por qué se han dejado atrás los sueños a los que hemos renunciado.
También es una película que, desde mi punto de vista, cuestiona la tesis de que siempre lo conocido es mejor a lo desconocido y de que la calidad de nuestra humanidad se mide (invariablemente) a partir de ser leales a nuestra gente, nuestra tierra y nuestros prejuicios, sin cuestionar las responsabilidades colectivasfrente a los agravios que puedan padecer los extranjeros, entendidos en sentido amplio (es decir, quienes son diferentes, tienen otra nacionalidad o no comparten nuestra religión o ideología).
En resumen, la película habla de la importancia de hacer comunidad para resolver los problemas que, como sociedad, enfrentemos. Y de que, a pesar de la polarización y de los profundos desacuerdos que nos atraviesen, el dialogo y la empatía son indispensables para contrarrestar la decadencia colectiva, los prejuicios profundamente introyectados que tenemos de las demás personas y de los poderosos estereotipos que hemos construido a su alrededor.
Simultáneamente, leí por esos días un maravilloso libro académico que cayó en mis manos porque me pidieron dictaminarle –todavía se encuentra en dicho proceso y del cual haré una reseña más adelante–. Ahí la autora, de origen mexicano, habla sobre el inigualable papel que ha adquirido el tesón y trabajo de los colectivos de madres buscadorasquienes, a la par de organizarse para encontrar a sus hijas e hijos desaparecidos, desde Buenos Aires hasta Ciudad Juárez, luchan cotidianamente contra el olvido y la indiferencia tanto de las autoridades en turno como de la sociedad en su conjunto. Su lucha por hacer justicia, frente a la negligencia o falta de empatía, también nos recuerda de la importancia de tejer comunidad para recuperar la fe en la humanidad y de que, a pesar del infierno por el que atraviesan, hay otras muchas personas que están ahí para ofrecer su tiempo, su hombro y su capacidad de resistir.
Ambas reflexiones – tanto a partir la película The Old Oak como del libro en torno a madres buscadoras– me llevaron, en días de conmemoración independentista en México, a recuperar la importancia de hacer comunidad para hacer frente a los problemas, grandes o pequeños, que como sociedad nos reten. En tiempos de polarización política en que las desigualdades, sociales o ideológicas emergen todo el tiempo, hay que recordar que una forma de enfrentar dichos retos es, precisamente, tejiendo comunidad. Encontrar los aspectos que nos unen, en lugar de los que nos desunen, buscar compartir espacios significativos con las demás personas (a pesar de las diferencias de clase o de género que tanto nos laceran) y generar empatía por sus pérdidas personales y circunstancias específicas.
Pienso que el futuro de la democracia requiere de más presencia ciudadana, de realizar más actividades públicas, más diálogo y autocrítica, así como de menos polarización. A pesar de todas nuestras profundas desigualdades y diferencias, la democracia dialógica – más cercana a la democracia directa de los antiguos atenienses– que busque restablecer el tejido comunitario y construir puentes para la resolución de problemas colectivos, es nuestra mejor apuesta para conservar lo mejor de nuestra identidad y orgullo nacional, es decir, nuestra capacidad para generar empatía y solidaridad social.
· Profesora–Investigadora en el Instituto Mora y doctora en Filosofía Política por la UNAM.