Edgar Guerra

Pensar un diálogo entre la administración del presidente López Obrador y grupos armados en términos de lo legal y lo ilegal es condenarlo al fracaso. Incluso, leer el acercamiento del gobierno federal –si es que se ha dado– con autodefensas u organizaciones delictivas, a partir de la distinción “buenos” y “malos”, enrarece el problema y lo coloca en una disyuntiva irresoluble, por falsa.

Primero, porque en los territorios en que varios de esos grupos armados dominan, el estado mexicano —sí, con minúscula— es más un imaginario o una ficción, que una realidad. El estado no es ese monstruo gélido prescrito con admirable belleza en la teoría política clásica. En esos espacios no es posible encontrar ese ente institucional que ordena masas, controla poblaciones, estipula comportamientos, impone castigos, otorga dádivas. Ni ogro filantrópico, ni presencia ineludible.

De hecho, en una gran parte de las regiones en donde coexisten grupos armados , el estado difícilmente ha cumplido sus funciones mínimas tales como proveer seguridad física, jurídica y patrimonial. Ahí, en esos territorios, los problemas de la vida cotidiana, los problemas de salud, educación, seguridad y justicia quedan irresueltos y las poblaciones que ahí habitan se pierden a la deriva. Y es ante esa precariedad y vulnerabilidad que los grupos armados hacen las veces de testaferros de la institucionalidad y resuelven problemas que el estado nunca atendió.

Las organizaciones delincuenciales funcionaron mucho tiempo –en algunos contextos aun lo hacen– como equivalentes funcionales del estado. Ahí, donde las instituciones no llegaban, este o aquel “cártel de drogas” distribuía socialmente parte de su riqueza. Ahí donde la presencia institucional era intermitente, frágil o disfuncional, este o aquel “cártel” ofrecía opciones de vida, riqueza material y hasta un sentido de pertenencia, de tal suerte que estos grupos lograron construir órdenes sociales que se anclaron en casi todas las dimensiones de la vida cotidiana: las policías, los servicios públicos, el sistema legal, el amor.

Por tanto, antes de iniciar cualquier acercamiento que busque el diálogo, es necesario saber que en estos territorios la manera de entender la ilegalidad o lo ilícito es muy distinta a la forma en que se concibe por quienes cohabitan dentro de los márgenes del estado.

No obstante, es cierto que en algún momento algo se rompió y esta aparente armónica convivencia –plagada de matices– devino en órdenes perversos de explotación y dominación. Ahí, donde los grupos armados proveían insumos para las fiestas patronales, estos grupos devinieron en depredadores de la riqueza social a través de las extorsiones. Ahí, donde la pertenencia a un grupo armado podía significar una elección que daba sentido de vida, en algún momento se convirtió en una imposición que, si se desobedecía, se penaba con castigos y torturas. Lo que en un momento ofrecía promesas, devino en maquinaria letal que hoy arrasa pueblos y cuerpos.

La historia detrás de los territorios, de los grupos armados y sus habitantes no es solamente una historia de “buenos” y “malos”, sino historias de construcción de comunidades y formas de vida. Esto no significa, en modo alguno, que no se hayan cometido atrocidades y que no deba exigirse castigo a los perpetradores, pero sí exhorta a entender la gama de matices y complejidad que requiere mayor sensibilidad al observar.

Segundo, leer el acercamiento del gobierno federal con autodefensas –si es que se ha dado–, en términos de lo legal e ilegal, es condenarlo al fracaso. Esto es así porque en esos territorios, controlados por grupos de vigilantes, no son válidos los mismos códigos de justicia, ni las mismas semánticas para diferenciar lo legal de lo ilegal.

La pertenencia a un grupo de autodefensas a veces trae implícito un sentido de vida: los jóvenes se unen porque ahí encuentran actividades, compañerismo y razones para ser. Además, su involucramiento refuerza un sentido de pertenencia a la comunidad y de defensa de un orden social. Pero es, sobre todo, la sensación de reparación de una tremenda injusticia (la muerte de un familiar, por ejemplo), lo que lleva a participar en los grupos armados de autodefensa .

Por supuesto nadie puede negar que la aplicación de justicia por mano propia –desde el justiciero solitario hasta los grupos de vigilantes– se convierte, en última instancia, en un enorme riesgo para la seguridad de la comunidad. Pero no sólo es eso, pues al mismo tiempo se vulnera la aceptación social del estado y su legitimidad. Lejos de convertirse en un mecanismo de seguridad, esta forma extrema de la violencia deviene en presa fácil de grupos con fines ilícitos. En efecto, la literatura especializada muestra que muy pocas veces los grupos de autodefensas renuncian a buscar el poder político o a hacerse de riquezas. De hecho, una de las tendencias de estos grupos es evolucionar en milicias o en bandas criminales ( https://www.hurstpublishers.com/book/global-vigilantes/ ). Más aún, los grupos de autodefensa pueden llegar a constituir pequeños “paraestados”, es decir, transformarse en grupos paramilitares que establecen su propio feudo en el que operan como equivalentes funcionales del Estado.

Hasta ahora, las instituciones de seguridad, de procuración e impartición de justicia, han hecho una lectura dicotómica y simplista de la lógica de los grupos armados; en el mejor de los casos, bajo los criterios legal-ilegal o “buenos” y “malos”. Durante el gobierno de Felipe Calderón se dio la más equivocada de las lecturas: una lectura política en la que los criminales se leían desde la perspectiva de amenaza a la integridad de la comunidad política, es decir, como enemigos que había que destruir.

Como colofón de estas formas de leer a los otros desde el estado, se ha instrumentado toda una lógica de guerra hacia el enemigo, hacia el criminal y el delincuente. A todo lo que se lee, desde el punto de vista del estado, como fuera de control, se le ha intentado regresar a la normalidad. Y ello ha ocurrido a través de la violencia y la declaratoria implícita de pequeños estados de excepción.

Un diálogo entre la administración del presidente López Obrador y grupos armados sólo podría fructificar si ello se convierte en un espacio para aprehender a los otros. No se trata de eximir responsabilidad y olvidar, sino de comprender y dialogar con categorías políticas distintas. Se necesita leer, desde otros horizontes, a una parte de aquellos que, de una u otra manera, se involucraron, a veces desde siempre, en estos órdenes sociales alternos. El diálogo sería el primer paso hacia la constitución de una nueva forma de repensar los límites del perdón y, entonces sí, caminar hacia un horizonte de justicia y reparación.

EDGAR GUERRA BLANCO

Doctor en Sociología por la Universidad de Bielefeld, Alemania (Suma Cum Laude) y Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora (Mención Honorífica). Estudió sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Campus Azcapotzalco (Diploma a la Investigación). Está adscrito como Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro.

Twitter: @EdgarGuerraB

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